Ocurrirá una cosa con Gladiator II, y no lo dude, y es que le obligarán a elegir entre “la 1 y la 2”. Y le obligarán, sí, por esa ley absurda que existe desde que existe el cine. ¿Chaplin o Keaton? ¿Star Wars o Star Treck? ¿Marvel o DC? ¿El Padrino 1 o 2? ¿Cuál es mejor? Elige. ¿Con cuál te quedas...?
Uno ―¡usted!― entrará en el cine sabiendo que habrá de elegir. Que en algún momento, en cada momento, tendrá que pensar en la Gladiator del año 2000 y decirse a sí mismo o a su hijo o a su pareja: “Rusell Crowe era más carismático”, “los efectos especiales se notan demasiado”, “esta batalla es más brutal”, “el principio de Gladiator es mejor”, “esta es más violenta”, “me gusta más Joaquin Phoenix haciendo de malo”. Y así todo.
¡Qué fatiga!
Permítame un consejo ―que no es labor del crítico dar consejos, pero permítamelo―: Olvídese de la primera y vea Gladiator II tratando de no pensar que es la secuela de una película única y enorme que en el año 2000 consiguió revitalizar el género épico de modo que sin ella no habría habido El señor de los anillos, ni Avatar, ni un desarrollo del CGI que, nos guste o no, trajo el siglo XXI aquí para quedarse.
Olvídese de si le gustó o no, de sus peros y aciertos. Olvídese de todo. Si se entrega a Gladiator II hágalo como el público joven al que va destinado, que sabe lo que significa la palabra secuela porque ha visto demasiado Marvel. Véala, disfrútela, gócela y olvídela nada más salir. Como una buena hamburguesa, que le hará chuparse los dedos, pero no cambiará su vida.
Para ubicarle: la historia se circunscribe unos veinte años después de la muerte de Máximo Décimo Meridio (comandante de los ejércitos del Norte, esposo de una mujer asesinada, padre de un hijo asesinado, que buscó su venganza en esta vida o en la otra) y Lucius, hijo de su antigua amante, Lucilla, y nieto de Marco Aurelio, es el protagonista. El nuevo gladiador. Frente a él, unos villanos que gobiernan Roma bajo el imperio del terror, y un coliseo más ávido de sangre y muerte que nunca.
Todo es un mcguffin, todo es una excusa narrativa para que lo que vemos sea lo que de verdad nos interese, una consecución de batallas, a cual más impresionante, en las que la fusión entre acción real e imágenes digitales alcanza un grado de sofisticación inusitado.
Eso es lo que es Gladiator II, una película vacía de contenido y llena de imagen impactante, un envoltorio perfecto para un regalo melifluo. Pero no lo critiquemos como algo menor. Abracemos lo que la película es, que no engaña a nadie, que da exactamente lo que promete, un espectáculo visual violento y velozmente montado donde cada escena supera a la anterior.
Paul Mescal está bien en la piel del hercúleo héroe, un must en el péplum, desprende testosterona a cada plano, aunque sólo le falta agarrarse bien fuerte las pelotas cuando sale a la arena. Pedro Pascal y Denzel Whasington son unos robaplanos que fagocitan al resto cada vez que aparecen en pantalla siendo, de lejos, lo mejor del filme y Connie Nielsen, cuya carrera ha sido poco menos que anecdótica, vuelve a gozar de su minuto de gloria.
En cuanto a los emperadores Geta y Caracalla (Joseph Quinn y Fred Hechinger), están muy trillados ya los personajes psicopáticos sedientos de sangre y dolor para llenar su vacío interior. Pero ahí están.
Gladiator II es una orgía de sangre y violencia que fascina porque divierte. Lo que dice mucho de la necesidad de estímulo heavy que necesitamos como espectadores. Pero esa, es otra historia.