Está en muchas empresas. Casi todas. Un personaje reconocible, irritante, tan persistente que parece sacado de una mala comedia. Probablemente lo hayas sufrido. Quizá, por estadística, seas tú. Hablo del jefe intermedio, el mini-boss, especimen que se mueve por la maleza laboral como si fuera a heredar el negocio.
Camina con la mirada de quien cree cargar la empresa al hombro, pero en realidad solo lleva un clip en el bolsillo. Se puede oler, a kilómetros, el halo de falsa autoridad prestada. Perro fiel aguardando un premio que nunca llegará.
El jefecillo no lidera, vigila; no cuestiona, obedece. Es leal hasta las trancas, aunque rara vez a sus compañeros. Rinde devoción al organigrama que le ha dado algo que se asemeja al poder, unos pocos euros más en la nómina con los que al fin poder veranear en un tres estrellas de Benidorm y la ilusión de subir peldaños en una escalera que no le llevará a ninguna parte porque termina casi en el mismo suelo que siempre ha pisado. Alma de cántaro.
Por supuesto, esta figura existe desde que el primer cavernícola le ordenó al segundo dónde poner la piedra. Linaje tan antiguo como las relaciones de poder y presente en todos los sectores. Por los cortijos andaluces andaba el entregado, ése que señalaba a los suyos para arrimarse a la axila del amo con un cargo algo menos miserable.
Ahora las denominaciones son más amables: supervisor, encargado, coordinador. Seguramente también haya versiones en inglés que suenan a spa corporativo, como si al pronunciarlas no estuviéramos hablando de alguien que cronometra los segundos de la pausa para el café
En las fábricas estaba el capataz, vigilando que nadie aflojara el ritmo en la máquina mientras soñaba con el reconocimiento de un patrón que ni siquiera conocía su nombre porque le importaba un pimiento.
Ahora las denominaciones son más amables: supervisor, encargado, coordinador. Seguramente también haya versiones en inglés que suenan a spa corporativo, como si al pronunciarlas no estuviéramos hablando de alguien que cronometra los segundos de la pausa para el café. Pero la función continúa, incluso se ha sublimado. ¿La razón? El desvanecimiento progresivo, o más bien meteórico, de la conciencia de clase.
No es que la desigualdad se haya esfumado con el cambio de siglo. De hecho, la brecha ha crecido. Pero el sistema aprendió a disfrazarse mejor. Ya no se llevan los amos con sombreros de copa: ahora hay empresas que se autodenominan familias, viernes de zapatillas deportivas y retiros en casas rurales donde sonrisa mediante obligan a la plantilla a construir puentes con palos y cuerdas. Detrás, la tiranía vertical de siempre.
El neoliberalismo del siglo XXI no reprime, seduce. Y hace creer que todo depende de uno mismo, que si trabajamos con eso que ahora llaman actitud proactiva algún día dejaremos de ser engranaje para convertirnos en motor del sistema
El neoliberalismo del siglo XXI no reprime, seduce. Y hace creer que todo depende de uno mismo, que si trabajamos con eso que ahora llaman actitud proactiva algún día dejaremos de ser engranaje para convertirnos en motor del sistema. Es un ardid impecable: al final pasamos de actuar desde el “nosotros” para pensar en “yo”.
A partir de ahí, las consecuencias se precipitan cual hilera de fichas dominó. La clase trabajadora deja de identificarse como tal, negocia hipoteca a 35 años por bajo con jardín en urbanización de periferia, pilla plaza en colegio concertado, se autoproclama media…
Y voilà: en vez de unirnos en favor de mejoras colectivas empezamos a sacar brillo a la lengua para lograr ascensos a puerta cerrada y complacer al de arriba, quien simboliza todo lo que querríamos ser.
Gasolina de cien octanos para la gente con madera de jefecillo.
Lo del Mercadona es un ejemplo cristalino: cargo de medio pelo se chiva de que un currela le hincó el diente a una croqueta que, de todas formas, iba a acabar en la basura y despiden al amante del rebozado.
Supongo que aquel guardián del sistema percibió entre capas de bechamel una amenaza a las normas establecidas, pero también a su supuesta autoridad. Así que hizo lo que tocaba: demostrar lealtad a la empresa. “Heroísmo corporativo”, la película que emocionó a Spielberg.
Huelga decir, a propósito de este asunto, que bastante gente ha salido a cuestionar al croquetero pese a que la Justicia le dio la razón. Tal vez era un trabajador insufrible, de ésos que se afilian a un sindicato y sueltan la carretilla tres minutos antes de la hora de salida. Quizá quien contó el pecado y delató al pecador sufre un infierno laboral por culpa de currelas que de tanto en cuanto ponen la caja en modo atasco y desaparecen si toca reponer congelados.
El sistema ya no necesita látigos porque ha sabido delegar la vigilancia en los propios vigilados, quienes supervisan a los prisioneros sin ser conscientes de que ellos también están entre rejas
Sostiene esta parte de la población a la que presupongo aspiraciones de jefecillo que ser mandamás de almacén, encargado wannabe, heredero del heredero del heredero sin trono, es agotador.
Según su alegato, cada vez hay más empleados vagos, conflictivos, egoístas. Así que a los eslabones intermedios, pobres ellos, les toca tragar puñados de sapos y culebras.
Ay, qué hábil el capitalismo: siempre empujándonos a señalar hacia abajo para no ver que el problema está arriba, planeando con garras afiladas sobre el rebaño de ovejas.
En esta ceguera está nuestra tragedia. El sistema ya no necesita látigos porque ha sabido delegar la vigilancia en los propios vigilados, quienes supervisan a los prisioneros sin ser conscientes de que ellos también están entre rejas.
Por eso aumentan los puestos intermedios y disminuyen los peones: disponer de trabajadores que, por una mísera subida de nómina, hacen lo suyo, lo del otro y lo del de arriba con las rodillas peladas y sin rechistar es un chollo. Al final, quienes manejan los hilos tienen a su disposición una triste masa de personas que aspira a cargar más peso en la espalda por una palmadita en la espalda, jamón Joselito en la cesta de Navidad y la promesa de ascenso a una cima imposible de hollar.
No sé, ojalá algún día tengamos una revelación y rompamos el ciclo. La lealtad ciega no se premia, se explota. Quien heredará la empresa será el sobrino del presidente, que ni siquiera sabe dónde está la máquina de fichar.
Y el encargadillo seguirá ahí, asegurándose de que los bolígrafos no desaparecen del almacén mientras fantasea con un despacho con vistas al dispensador del agua. Menos humos, más dignidad.