De nuevo, 6 de diciembre. Ese día en el que jalear “arriba Españñña” sigue sonando tan rancio como el resto del año, por mucha Constitución que se celebre. Es lo que pasa cuando arrastras desde hace casi medio siglo un contrato social que, en teoría, garantiza libertad, igualdad y justicia, y en la práctica lava la cara a los de siempre para que continúen bailando el chotis del poder sin perder su silla.
Hablo de eso que se ha venido a llamar “régimen del 78”, sistema diseñado para avanzar hacia una democracia tranquila consolidando a la vez los privilegios de las élites políticas y económicas del país. Un club exclusivo, vista la mona de pana o chaleco, que debe muchísimo a Paquito por dejarlo todo atado y bien atado.
A estas alturas, toca admitir que la reconciliación fue poco más que una tregua forzada. Un pacto de conveniencia que, como los malos matrimonios, se ha ido forjando a base de rutina, silencios incómodos, hipocresía a manos llenas y la Constitución mediante para prometer hasta meter.
Hubo transición, sí, pero no hacia una democracia de pleno derecho, sino para consolidar sin sobresaltos un engranaje que lleva décadas aplazando soluciones a necesidades fundamentales mientras blinda el status quo de quienes ya estaban sentados a la mesa antes de ponerse a redactar las reglas. Alberto Lardiés lo cuenta muy bien en su libro “La democracia borbónica”.
Las reformas profundas son imposibles porque el sistema recompensa la alternancia y penaliza las trasformaciones reales
Y como eso era lo importante, proteger el cortijo, se echó mano de un mecanismo infalible para conseguirlo, una columna vertebral a prueba de bombas. El bipartidismo.
Puede que al principio eso de tener dos siglas turnándose el poder ofreciera estabilidad, pero con el tiempo se destapó la trampa. Las reformas profundas son imposibles porque el sistema recompensa la alternancia y penaliza las trasformaciones reales. Además, es un juego de relevos donde nadie pisa manguera ajena. El PP embiste al PSOE, el PSOE se revuelve contra el PP, pero ambos se asegurarán de que nadie toque lo que realmente importa: su chiringuito.
El bipartidismo no solo resiste. También es capaz de ganar músculo en los momentos más críticos. La irrupción hace ya unos añitos de nuevas fuerzas políticas parecía destinada a romper inercias, pero finalmente ha quedado reducida a una nota al pie en la historia del régimen del 78. Ciudadanos cayó, Podemos puso el cuello, Sumar ha restado y a VOX no lo meto en esta lista porque es involución.
Los dueños del feudo institucional saben cómo responder a cualquier desafío al orden establecido: primero dejan que los partidos alternativos se confíen, les dan su cuota de pantalla, con el Ferreras de turno haciendo la pelota y un sistema que finge abrirles la puerta.
Lo hemos visto con Iglesias and company dentro del Gobierno de Sánchez
Una vez dentro, a degüello.
Es un desgaste calculado, sutil pero implacable, que desactiva cualquier amenaza casi antes de serlo. Lo hemos visto con Iglesias and company dentro del Gobierno de Sánchez. Más allá de su propio autosabotaje, de la ingenuidad, el exceso de orgullo y la mutación de perroflautas a izquierda woke, habría pasado con cualquier otra opción. Desde dentro, el sistema los neutraliza, les arranca la esencia, acelera la fragmentación y, cuando han perdido toda capacidad de impacto, los deja caer.
El régimen del 78 no necesita silenciar alternativas: simplemente las agota hasta que dejan de serlo. Una habilidad incomensurable para devolverlo todo al equilibrio original y que la ciudadanía acepte con resignación cristiana la recolocación de piezas.
Hemos normalizado que el menú vuelve a tener dos platos a elegir. Y aceptamos, además, que de condimento siempre habrá tramas de corrupción, puertas giratorias, amiguismos descarados. Por eso, aun con las cloacas del Estado llenas y la mierda saliendo a borbotones, el bipartidismo vuelve a estar prácticamente tan fuerte como en sus orígenes.
En unos años tendremos reina y eso es muy moderno, lo que todo país con buen gusto querría
Es un hecho. El régimen del 78 sigue sabiendo mantener el tipo. Y también, tirar de nostalgia, vender relato. Si se dice que fue la solución perfecta para una época difícil, un milagro que evitó guerras y garantizó la estabilidad del país, hay que responder amén. Santiguarse mucho, besar bandera, no cuestionar.
Sin embargo, la realidad es que esa solución se ha convertido en camisa de fuerza y el milagro llegó con un precio que seguimos pagando.
Hoy se nos pide celebrar la Constitución como logro incuestionable, pero en realidad estamos lanzando confeti por un sistema que ha convertido la Carta Magna de España en instrumento para perpetuar sus limitaciones, blindar desigualdades y evitar cualquier reforma que arañe los pilares del poder establecido.
Da igual cuántos osos caigan en una cacería ilegal, las cuentas en Suiza o qué insinúe Bárbara Rey en el próximo Sálvame Deluxe: seguiremos manteniendo una Jefatura de Estado que nadie eligió y a la que no podemos pedir cuentas porque los Borbones son gente guapa, formada, campechana. Y además en unos años tendremos reina y eso es muy moderno, lo que todo país con buen gusto querría.
La unidad de España, mantra favorito del régimen del 78, queda bien en papel pero en la práctica se desmorona
El monarca es más igual que el resto. Y al resto del resto, nos pueden ir dando. Vivienda digna, empleo estable, educación, protección de la salud… La Constitución está llena de derechos maravillosos que no están garantizados porque lo primero es asegurarse de que las grandes fortunas lo sigan siendo, muy especialmente cuando vienen mal dadas y hay que rescatar bancos.
Si hace falta, se levanta el colchón de las arcas públicas para que los poderosos aterricen suave mientras los demás aprendemos a sobrevivir entre cláusulas suelo y promesas electoralistas, apretándonos en zulos, compartiendo Max, usando girasol para condimentar la ensalada mixta y ahorrando para cenita romántica en el Tagliatella.
Ese es el plan. Y además, si queda tiempo, nos seguiremos peleando entre nosotros por el trozo más pequeño del pastel.
La unidad de España, mantra favorito del régimen del 78, queda bien en papel pero en la práctica se desmorona. Cataluña rompe el país, Euskadi se lleva demasiado, Andalucía es un lastre... Nos dividen y entretienen, con clichés rancios y prejuicios de barra de bar, escupiendo el cava si es Freixenet, mientras la desigualdad territorial se dispara y el artículo 2 de la Constitución, que prometía cohesión territorial, da risa.
Vivimos en un mapa de tensiones perpetuas, donde cada región reclama más mientras mira con recelo al vecino. Infraestructuras que no llegan, trenes que pasan de largo, provincias olvidadas que claman por migajas y nacionalismos que, lógicamente, solo pueden seguir creciendo.
Este sistema nos enseñó a confundir estabilidad con estancamiento
A fin de cuentas, en un país donde el concepto de unidad se impone y no se construye, donde cualquier demanda de más autonomía se interpreta como un desafío intolerable, lo único que va a conseguirse es alimentar las reivindicaciones de independencia. Son una respuesta inevitable a un modelo que margina las diferencias mientras predica predica el poder del pelotón.
Eso sí, luego hacen como que aquí no pasa nada, llega otro 6 de diciembre, nos animan a peinarnos la raya del pelo, vestirnos de domingo y salir a brindar por Españñña. Por la Constitución que prometía derechos y garantizó privilegios. Por los discursos que, año tras año, nos recuerdan lo lejos que estamos de la democracia que soñamos.
Este sistema nos enseñó a confundir estabilidad con estancamiento. Y no va a evolucionar, no si nos quedamos en el sofá, porque los cambios son para valientes y aquí sobra el miedo. Miedo a aceptar que el espejo en que nos miramos desde 1978 no refleja un país justo, sino una ilusión desgastada por las grietas de lo que nunca se quiso cambiar. Miedo a perder privilegios y ceder poder.
Miedo a que irrumpa gente realmente capaz de identificar las debilidades de la estructura, abrir grieta, entrar y hacer lo que sea para sacar a la Pepa del banquillo y que juegue el partido prometido.
No sé, creo que hasta el emérito convendrá en que por ahí van los tiros.