Una familia brinda por Navidad.

Una familia brinda por Navidad. iStock

Opinión

Por qué nuestros representantes dan más la nota que el cuñado en Nochebuena

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Llegaron las comilonas navideñas. Legendarios campos de batalla con tres tipos de comensales: quienes anticipan el desastre antes del primer brindis pero no mueven un dedo por remediarlo, ésos que intentan apagar fuegos con bandejas llenas de paciencia y los que traen la escopeta cargada.

Una noche será tu cuñado del Athletic vociferando contra las subvenciones al cine español. A la siguiente, el suegro con añoranza de tiempos mejores y pantanos llenos. En el próximo encuentro, la prima que defiende a Amancio Ortega como si, además del outfit perfecto, hubiera inventado la caridad. O ese sobrino al que no se le ocurre mejor idea que plantear el dilema de si salvar a un perro antes que a un facha, o a un facha antes que a un comunista, si es que queda alguno.

Da igual quien dispare primero o con qué dislate. En fechas de paz y lucecillas horteras, la llama puede prender en cualquier momento, por cualquier rincón, calentando las mesas familiares como un horno de Masterchef.

Y sin embargo, al final, entre burritos sabaneros y copas que se vacían con más prisa que elegancia, aquellos que están llamados a ejercer de bomberos por la gracia del Niño Jesús intervienen con la eficacia necesaria para en la mayoría de casos alcanzar una tregua. Habitualmente, antes del postre.

Hace demasiado tiempo que, por esos espacios inventados para construir democracias, los cuchillos andan afilados desde el aperitivo

Entonces vuelven los brindis, un “Pamplona” con el polvorón de Felipe II entre carrillos y las risas por ese humor tontorrón en el que todo el mundo se siente bien. La satisfacción, en definitiva, de haber logrado bajar del púlpito familiar y aceptar que, pese a opinar distinto, estamos condenados a convivir y eso es lo importante.

Lo que nos salva es el amor. De lo contrario, a estas alturas conservaríamos la misma compostura que los señores y señoras que ocupan sillón en las altas instituciones públicas. Salvo ciertas excepciones, más de una orilla que de otra, entre poca y ninguna.

Hace demasiado tiempo que, por esos espacios inventados para construir democracias, los cuchillos andan afilados desde el aperitivo. Por eso, para cuando llega el turrón, solo quedan sobre la mesa las cenizas del consenso.

La política ya no es el arte de construir acuerdos. Es el de tirar sillas. Cuando hace una década cierta diputada del PP soltó en plena sesión el famoso “que os jodan”, la reacción fue inmediata: escándalo, disculpas, vergüenza. Hoy, semejante chabacanería sería trending topic o camiseta con marca registrada. Ya ha sucedido a cuenta de la “fruta”, porque todo vale mientras se convierta en viral y lleve la fibra suficiente para cagarse en lo que sea menester.

La nostalgia es un arma de doble filo, pero creo recordar que hubo una época en que los grandes debates públicos eran batallas de oratoria, no de zascas

La nostalgia es un arma de doble filo, pero creo recordar que hubo una época en que los grandes debates públicos eran batallas de oratoria, no de zascas. Cuando Manuel Azaña dijo aquello de “la libertad no hace felices a los hombres, los hace simplemente hombres”, la intención nada tenía que ver con rascar un titular. Se trataba de apelar a algo profundo, aun sin lenguaje inclusivo, que os veo venir.

Y yo me cuestiono: ¿dónde ha quedado esa política evidentemente imperfecta que buscaba persuadir en lugar de provocar? Pues sencilla y dolorosamente, sepultada por el aplauso fácil y el hype mordaz. Cambió porque nosotros lo hemos hecho. En parte, para peor.

Casi sin darnos cuenta, igual que cuando un día encuentras una foto de hace quince años y te percatas con sorpresa de que la vida te ha pasado por encima como un camión cisterna, hemos entrado en una espiral fatal.

Por un lado está la cultura del populismo y la inmediatez, tiranizada por las redes sociales, que empuja a los políticos a la reacción efectista. Por otro, la polarización. Nos han fragmentado hasta el extremo y, en un entorno tan dividido, triunfan los discursos simplistas y emocionales.

Vivimos en un tiempo de urgencia donde nos cuesta atender cualquier explicación que dure más que un reel de Instagram

Además, vivimos en un tiempo de urgencia donde nos cuesta atender cualquier explicación que dure más que un reel de Instagram. Una época de premura en la que detenerse a escuchar un argumento pausado parece un lujo que nadie se puede permitir. Necesitamos respuestas rápidas, culpables claros, victorias contundentes. Por eso el político que duda, mostrándose abierto a negociar, parece débil. Aquél que grita y simplifica, fuerte. Y la fuerza, aun impostada, vende.

Y sí. Puede que de puertas para afuera todavía resoplemos cuando tal o cual político se pone gallito, pero con nuestra actitud hemos premiado justo eso. Sin querer queriendo, reclamamos un villano evidente y demandamos un héroe que se rompa la camisa como Camarón.

Lo pedimos y la clase política responde, interpretando según la apetencia del público, con discursos de brocha gorda y bravatas insolentes, a sabiendas de que la gente consumirá y compartirá el numerito hollywoodiense de turno. Si se odia al protagonista, para dejarlo claro. En caso de que sea de su cuerda, para justificar la barbaridad.

La crisis de confianza en las instituciones tampoco ha ayudado. Al no haber ya forma de creerse nada, muchos políticos han teatralizado su posición reinventándose como rebeldes de armas tomar. Los hay de todos los colores, pero los más hilarantes se encuentran, como los baños, todo recto a mano derecha. Tipo Abascal, defendiendo la familia tradicional mientras encadena divorcios y chiringuitos. O estilo Ayuso, que va de antisistema mientras su novio roba con un descaro que ni en los sainetes.

Da igual que lo dicho sea una verdad a medias o una mentira total, lo que cuenta es que la turba grite

Al final, el espectáculo está servido. Como el vulgo que antaño abarrotaba los corrales de comedias, aplaudimos desde la grada al bufón mientras el servidor público queda relegado a las sombras. Da igual que lo dicho sea una verdad a medias o una mentira total. Lo que cuenta es que la turba grite, el meme fluya y el rival, o mejor aún, el enemigo político, parezca abatido.

Luego nos sorprendemos si un pobre fanfarrón con cuenta en TikTok crea un partido, por llamarlo de alguna manera, con una ardilla como logo, arranca más escaños que la izquierda woke y eleva el arte de la soflama al pedestal de lo sublime. Ilusos.

Es el entierro progresivo del decoro, la última morada de la palabra comedida, el réquiem del propósito original de la política. Por eso, os pregunto: ¿cuándo vamos a decir hasta aquí? Si seguimos gratificando el exabrupto disfrazado de ingenio, acabaremos teniendo parlamentos con aforo completo de trovadores mediocres y tribunas vacías de contenido, con exceso de personajes más preocupados por la próxima ovación que por el bienestar de quienes allí les colocaron.

Y cuando eso ocurra, ya no quedará nada que aplaudir, salvo el eco hueco de nuestra propia frustración.

Hay que dejar de echar balones fuera y reconocer la mayor. El problema no radica en ellos. Parte de nosotros

Hay que dejar de echar balones fuera y reconocer la mayor. El problema no radica en ellos. Parte de nosotros. De nuestra disposición a seguir contemplando las patadas en la espinilla en sesiones diseñadas para el corte de vídeo perfecto. De nuestro entusiasmo por tragar rabia como si fuera ambrosía. De nuestra tolerancia a las gesticulaciones excesivas en un show que, claro está, en su objetivo de enfervorizar no defrauda, pero lo que tampoco hace es construir.

Quiero pensar que hay vuelta atrás. Y, ya que en estos días nos imbuye el Espíritu de la Navidad, imaginar por un momento un Parlamento más parecido a esas mesas familiares donde siempre hay alguien que propone un brindis para apaciguar ánimos cuando llegan las pullas. Una política donde el consenso no sea visto como traición, sino acto de valentía. En la que el servidor público vuelva a estar en el centro y las gracietas se dejen para el bar del Congreso.

No sé, supongo que si en nuestras casas somos capaces de darnos una tregua y servir Codorniu al tío que hizo boicot a los productos catalanes sin que la sangre llegue al río, tal vez podríamos conseguir lo mismo de nuestros representantes. Eso, o darlo todo por perdido. Y salvar al perro, por supuesto.