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El futbolista Marcos Llorente ha sido noticia esta semana.

El futbolista Marcos Llorente ha sido noticia esta semana. Redes

Opinión

Magufos en prime time

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Marcos Llorente es futbolista. También, un maestro liendre. Como tantos otros que de todo hablan, de nada entienden y además presumen de especialidad: doctorado en conspiración. Esta semana han sido las estelas en el cielo. La próxima volverá a pasar con las vacunas o la forma de la Tierra. Ya te digo yo que sí.

Por bochornosas circunstancias de la vida, una cita Tinder, un cuñado no elegido, cosas así, me ha tocado tratar con personas que cuestionan objetividades sin otro fundamento que la desconfianza ni más base que la estulticia. Y siempre llego a la misma reflexión.

Hay que estar loco para creer que todo lo que nos dicen es verdad, pero muchísimo más para pensar que todo lo que nos enseñan es mentira. Especialmente cuando se trata de algo por lo que antes mandaban a la hoguera a gente muy lista: la ciencia.

La gran pregunta es por qué una parte cada vez más notable de la sociedad antepone la explicación fantasiosa a la demostrada. Y por qué sucede justo ahora, cuando tantas facilidades hay para acceder al conocimiento.

Lo peor es que no son ocurrencias aisladas, la típica tontería que dibuja el lapicero menos afilado del estuche y aquí paz y después gloria. El pensamiento mágico está en pleno auge. Y ahí reside el verdadero misterio. No en qué son esas huellas de los aviones y por qué ahora ves muchas. Eso te lo puede aclarar un catedrático, el profesor de Primaria de tu hijo o ChatGPT con dibujos como si tuvieras seis años. De hecho, lo han repetido 500.000 veces.

La gran pregunta es por qué una parte cada vez más notable de la sociedad antepone la explicación fantasiosa a la demostrada. Y por qué sucede justo ahora, cuando tantas facilidades hay para acceder al conocimiento.

Se me ocurren varias razones. La primera, vivimos en un caldo de cultivo perfecto para la suspicacia. Creo no exagerar si digo que las altas instituciones, todas, son obscenamente permeables a intereses económicos y de poder. Más ocasiones de las deseables han demostrado su doble cara. Y cuando la situación lo ha requerido nos han mentido, por detrás o a los ojos.

Nadamos en un río revuelto de dudas, beneficios particulares y embustes. Lo cual, claro está, puede hacernos sentir pezqueñines. Ahí es cuando sale al campo la teoría de la conspiración, ofreciendo un salvavidas más tentador que la isla esa de la tele.

Piénsalo. El siglo XXI es complejo, caótico, injusto, a menudo incomprensible. Un virus paraliza el planeta, el clima se desboca, la geopolítica cayó en la marmita de Panorámix. Lo que ayer servía, hoy ya no. Los cambios son profundos, sistémicos. Qué ansiedad. Por tanto, ¿por qué no pensar que todo responde a un plan orquestado por una élite malvada?

Hablemos de las redes sociales. Deberían de haber democratizado el conocimiento y, sin embargo, han industrializado la desinformación. Es lo que tiene diseñar algoritmos para infravalorar la verdad y premiar la interacción, a sabiendas del poder embaucador del miedo, la indignación y el morbo de un secreto revelado

La magufada resulta compleja en apariencia, gracias a ese laberinto de pruebas construido con ahínco para sonar convincente aun sin llevar a ninguna parte. Pero también, en su premisa central, es de lo más simple. Muy reconfortante. Con ingredientes de sobra para triunfar cuando no se alcanzan los dos dedos de frente.

Proporciona un enemigo claro, como en los cuentos infantiles pero adaptado a adultos con problemitas. Construye un relato que da igual si no se sostiene, suficiente que exista. Confunde la sospecha obsesiva con el espíritu crítico, sin parar. Y regala sensación de poder: ser parte de esa gente despierta que desveló el engaño, una ilusión de lo más seductora para quienes quieren ir de tiburón aunque no pasan de sardinilla.

Sin altavoz, el movimiento conspiranoico podría haber quedado en fenómeno residual. Probablemente. Pero plataformas digitales y medios de comunicación parecen estar encantados echando gasolina a la hoguera del cretinismo.

Hablemos de las redes sociales. Deberían de haber democratizado el conocimiento y, sin embargo, han industrializado la desinformación. Es lo que tiene diseñar algoritmos para infravalorar la verdad y premiar la interacción, a sabiendas del poder embaucador del miedo, la indignación y el morbo de un secreto revelado.

Al final, se crean cámaras de eco donde mucha gente pequeña desde lugares pequeños ya no cambia las cosas, como decía Galeano Q.E.P.D. Las retuerce.

Desgraciadamente, teles, radios y periódicos, herramientas a las que presuponía un poquito de cordura, se han sumado a la infoxicación. La lucha por el clic resulta cada vez más agónica. La deontología, especie en extinción.

Por tanto, lo que antes era impensable ahora se practica con normalidad: micros abiertos en prime time para sacar rédito de peña que no tiene ni conocimiento, ni sentido común, ni vergüenza. Tratando la ignorancia como un punto de vista más, provocando confusión en lugar de sembrar certezas, creando debates insultantes donde especialistas con décadas de estudios y monos de feria que no terminaron la EGB confrontan al mismo nivel. Obviando, por supuesto, una máxima irrefutable. Cuando alimentas a un imbécil, corres el riesgo de convertirte en uno.

Es como los circos antiguos paseando a la mujer barbuda, solo que con efectos secundarios bastante más nocivos.

Otros dirán misa, pero me parece del todo imprudente dar pábulo a quien no solo desconoce por qué llueve (ay, Rajoy), sino también defiende una teoría alternativa a la condensación del vapor de agua. Irresponsable y peligroso, añado.

Cuando das cancha al delirio y legitimas el pensamiento irracional, dinamitas bases elementales de cualquier sociedad funcional: la confianza en el saber experto, el principio de autoridad, la distinción entre opinión y hecho y, por supuesto, el sentido del ridículo.

Para el centrocampista del Atlético de Madrid “no es normal” la estela de un avión y todavía sigue esperando a que alguien se lo razone mientras no sea la demostración científica. Sin embargo, que un amigo encontrara el anillo que su esposa perdió por la calle le parece cero sospechoso. Y como a él, a otras muchas criaturillas.

No sé, seguramente quiero decir que el juego dejó de tener gracia hace tiempo. Va siendo hora de recuperar la ética, pitar el final del partido y mandar a estos personajes al desván de la irrelevancia del que nunca debieron salir.

Eso o investigar si, quizá, son robots fabricados por una especie alienígena para boicotearnos desde dentro. Puestos a especular, tal vez la pedorreta que suelta Llorente al final de cada frase es la memoria RAM petando. Y no, como di por hecho, un tic tonto.