Con este adjetivo de uso tan poco habitual, la Fundación Fernando Buesa ha titulado su reciente simposio, el número diecinueve, de estudios relacionados con la violencia política y sus efectos en la sociedad vasca. Interesaba atender un capítulo prácticamente desconocido del que fue uno de los efectos más nocivos del terrorismo ultranacionalista vasco: la salida forzada de Euskadi y la búsqueda de arraigo en otros lugares de personas que ya sufrían otras formas de violencia. No sabemos cuántos, dónde fueron, cómo rehicieron sus vidas… No sabemos prácticamente nada y, lo que es más preocupante, tampoco parece importarle mucho a nuestras autoridades públicas. No hay en la historia vasca reciente un fenómeno más relevante de abandono del país por motivos políticos y, sin embargo, en el potente, y muy bien financiado, programa del Gobierno vasco para el estudio, atención y mimo de lo que denominan “diáspora” vasca no hay ni una rendija para atender este fenómeno, ni siquiera para estudiarlo.

Es asunto que requiere urgente atención por varios motivos que estas jornadas han puesto suficientemente de relieve. Muchas de esas historias, las que hemos podido oír estos días en Vitoria, comenzaron con un grito de dolor por el anuncio de un asesinato, con una bomba fallida que podría haber matado a una familia, con una voz al otro lado del teléfono que hablaba de nombres en una lista: son víctimas del terrorismo forzadas a irse de su ciudad, de sus familias y amigos, de sus trabajos, son víctimas a las que se forzó a irse de sus vidas. Los transterrados fueron víctimas, en fin, que fueron forzadas a alejarse de sí mismas en la medida en que se iba el yo para buscar una nueva circunstancia. 

 

No sabemos cuántos, dónde fueron, cómo rehicieron sus vidas… No sabemos prácticamente nada y, lo que es más preocupante, tampoco parece importarle mucho a nuestras autoridades públicas

 

Esto es tan dramático como desatendido por unas autoridades que, como digo, dedican miles de euros a vascos que se fueron de Euskadi. Esa sería la primera reparación, la de urgencia, abrir un registro (como el que se ha hecho para víctimas de la violencia policial ¿ven como si se quiere se puede?), ponerse en contacto con ellos, preguntarles, aunque sea decenas de años después, si necesitan algo de esta sociedad vasca, vindicarles públicamente y tratar de sanar en la medida de lo posible el daño causado.

Muchos de ellos han rehecho vidas por otros rumbos y han procreado fuera de aquí otras generaciones, que se verán lógicamente más de esos lugares que vascos, pero que, lo hemos podido oír también estos días en Vitoria, siguen considerando Euskadi como referencia esencial en sus vidas. La mayoría no querrá volver a transterrarse para regresar, como es lógico, pero eso no quiere decir que no desearían tener más presencia entre nosotros. Lo dijo alguien que, dirigiendo el periódico más importante del país, se fue de Euskadi sin una despedida pública, sin una miserable palmada en la espalda de quien estaba al mando de este trozo de Estado. José Antonio Zarzalejos ejemplifica muy bien al transterrado que se difumina hasta desparecer del espacio público, que es, justamente, lo que buscaban quienes le forzaron con violencia a irse. Zarzalejos habló este lunes, por fin, en Vitoria y lo hizo para ofrecer nombre y persona para lo que sea menester a ese mismo trozo de Estado que le ignoró en su trasnterramiento. 

 

Los transterrados fueron víctimas que fueron forzadas a alejarse de sí mismas en la medida en que se iba el yo para buscar una nueva circunstancia

 

Pero estos transterrados vascos, estos forzados a abandonar el país, necesitan, a mi juicio algo más y de alguien más. La bomba, el tiro a su familiar, el secuestro, la carta de extorsión, todo eso era obra de ETA, o llevaba su sello o reivindicaban con orgullo la ekintza. Sin embargo, en el proceso que lleva al transterramiento ese era solamente el punto final, la consecuencia de no haber obedecido antes las órdenes: calla, paga, deja tu profesión, vete. Había momentos previos a ese paso final y fatal. Varias periodistas se han referido también a ello esta semana en Vitoria: amenazas en ruedas de prensa, señalamientos con nombres y apellidos en la prensa adicta, pintadas con dianas frente al domicilio, cartelería insultante. Todo ello tenía la finalidad de anular cualquier competidor en el espacio público, silenciar al contrincante, impedir su libertad de escribir. Por supuesto que se partía de un presupuesto diferente que no veía a aquellas personas como contrincantes políticos sino simplemente como enemigos a los que abatir. El cantante Imanol, como recordó Felipe Juaristi, es el epítome de todo ello: el ultranacionalismo lo convirtió en enemigo y se le sometió a un borrado literal del espacio público hasta que murió lejos y solo.

 

La bomba, el tiro a su familiar, el secuestro, la carta de extorsión, todo eso era obra de ETA, o llevaba su sello o reivindicaban con orgullo la ekintza

 

De esas fases previas que llevaban al transterramiento no se ocupaban los de las pistolas sino los del atril. Tiene tanto nombre como ETA: Herri Batasuna, Euskal Herritarrok, Jarrai, Ikasle Abertzaleak. Ni una sola palabra se les oyó entonces de reprobación o repudio del asesinato de sus contrincantes políticos ni de que otros tuvieran que abandonar la esfera pública vasca para sobrevivir. Todo lo más, aprovechaban la ocasión para decir cuánto sufrían ellos, los  del atril y los de las pistolas. No pocos de aquellos dirigentes lo siguen siendo hoy de Sortu y siguen con atril a su disposición, ¿alguien les ha oído decir algo de su propia actitud ante el asesinato o el transterramiento de sus contrincantes políticos? Ni en la intimidad.