Decía Tontxu Ipiña en una de sus canciones dedicadas a la inmigración que somos de colores y que tristemente, algunos no tienen ni nombre. No le faltaba razón. El color de nuestra piel nos define y nos coloca a uno u otro lado de la balanza. Cuanto más blanco, mejor. A medida que el tono de tu envoltorio va subiendo, tú vas descendiendo en la escala social. Tanto que si eres azabache tienes muy pocas posibilidades de cambiar de lado. Naces así, con una desesperanza aprendida que te hace saber que nunca saldrás de la zona mala. Ni siquiera te lo planteas porque eso, es así. El mundo de colores no está hecho para ti.

Pero hete aquí que de repente hay una catástrofe natural o una invasión de Rusia sobre Ucrania y todo esto nos coloca frente al espejo de la desigualdad. Pero no solo de la que existe entre las personas afectadas por esas tragedias sino de la que ejercemos nosotras mismas, nosotros, a pesar de asegurar que la raza no nos importa, que ayudamos igual a unos y otros. No, lo cierto es que no. Qué se lo pregunten a los sirios, por ejemplo.

En las últimas semanas se han dado varias situaciones en Euskadi que nos han acercado a las diferencias que establecemos y, sobre todo, a los recelos que despiertan algunas pieles. El Gobierno central anunció su intención de construir un centro de acogida internacional de refugiados en Vitoria en el que se invertirán 14 millones de euros y dará cobijo a 350 personas. Al Ejecutivo vasco no le ha gustado mucho la decisión, más bien nada, argumentando que no se necesita y que la decisión se ha
tomado de manera unilateral y sin tener en cuenta la idiosincrasia vasca. También en el PP opinan que Vitoria no es el mejor lugar para instalar un centro de refugiados y que el proyecto no tiene en cuenta la realidad de la ciudad.

Naces así, con una desesperanza aprendida que te hace saber que nunca saldrás de la zona mala

Tampoco Bildu o Elkarrekin Podemos se muestran favorables a tener en el centro de la ciudad el que sería la instalación de acogida de refugiados más grande de España.
Independientemente de si Gasteiz es el lugar adecuado o de si en Euskadi la recepción de personas refugiadas se hace de una forma u otra, me interesa especialmente la opinión de los vecinos del barrio del edificio en el que va a construirse el centro. En Arana dicen estar a favor del proyecto, pero “no en su barrio”. Así se lo han hecho saber a Denis Itxaso, el Delegado del Gobierno, al tiempo que le han trasladado su deseo de que el edificio sirva para usos sociosanitarios como, por ejemplo, la atención a personas aquejadas de Alzheimer.

Aseguran que no saben quiénes son las personas que van a llegar al centro y que eso les crea mucha inseguridad. Claro, me imagino que tanta como la que sienten en sus países las personas que se ven obligadas a dejar su casa, su familia, sus pertenencias y toda su vida para cruzar el mundo e instalarse en un lugar que les es completamente ajeno. Vienen, como también lo hacen las personas migrantes, en busca de paz y una vida mejor. Para ello necesitan bienestar físico y mental, asesoramiento jurídico y algo tan importante como derribar la barrera idiomática aprendiendo la lengua del país que les acoge. Pero el caso es que no les conocemos, no sabemos su historia y preferimos un centro para personas que desgraciadamente, y no por voluntad propia, han perdido la memoria que para quienes
van a vivir permanentemente recordando el lugar del que tuvieron que huir.

Pero el caso es que no les conocemos, no sabemos su historia y preferimos un centro para personas que desgraciadamente, y no por voluntad propia, han perdido la memoria que para quienes van a vivir permanentemente recordando el lugar del que tuvieron que huir

No quiero olvidarme tampoco de las mujeres que hace unos días recorrían la Gran Vía bilbaína para pedir que no se les trate como a delincuentes en cuanto cruzan la entrada de un comercio, que no se les vigile más que a las demás, que les traten con respeto y como si su piel no fuese morena. Son las mujeres gitanas, que se han lanzado a la calle cansadas de unas miradas y unos recelos que vulneran su libertad. En mis visitas a los campamentos de refugiados de Tinduf he visto cómo las mujeres ponen en riesgo su salud al untarse en la cara una especie de pasta ácida que les come el color. ¿Por qué lo hacen? Porque quieren ser blancas, es decir, respetadas y con derechos.