En la novela de Aldoux Houxley 'Un mundo feliz' los humanos aceptan su lugar en la sociedad, dividida en castas. La droga “soma” les permite escapar de la rutina. Ya no son ciudadanos. Son consumidores. Distópica o profética, la obra de Huxley nos interpela cada vez más en las sociedades occidentales, que son las que han sido objeto de “deconstrucción”. En cambio, '1984' de Orwell tiene más en común con los regímenes totalitarios.
La palabra “deconstructivismo” es un neologismo inventado por el filósofo francés Jacques Derrida, concepto derivado de la “destrucción” que Martin Heidegger definió como técnica del pensamiento filosófico, para revisar las terminologías establecidas en las humanidades. En la época de la “deconstrucción”, la realidad objetiva y simbólica deja paso a los sentimientos. En su libro “Petit Manuel de postmodernisme illustré” Shmuel Trigano va más allá asegurando que “la realidad se ha convertido, debido a la deconstrucción, en una fabricación literaria”. El sexo ya no existe. Ahora existe el género. La posverdad llegó para quedarse.
En este actual “mundo feliz” asistimos resignados a la dictadura del “coaching”, una ceremonia de las buenas intenciones donde se procede a solemnizar obviedades sin pudor y sin parar. Nos dicen que hay gente tóxica. Todo el mundo es tóxico. En cambio, nosotros somos cojonudos. La autoayuda se presenta como el milagro de los panes y los peces.
En efecto, nos animan a ser aún más competitivos. Siempre a la baja, claro. Estamos obligados a emprender y gozar como sea, sin criterio y sin sentido. Nos “auto-explotamos” felizmente. Ni una mención al origen de la desigualdad económica, cada vez más lacerante
Uno de los axiomas más nefastos de nuestro tiempo es el de sustituir el conocimiento por las habilidades. Según parece, el conocimiento es peligroso, subversivo. Las habilidades, en cambio, nos permitirán a ser buenos esclavos, felices en nuestra servidumbre voluntaria. La “inteligencia emocional” nos ayuda a ser unos trepas, las “transformación social competitiva” a la que se refiere la esposa del presidente del Gobierno, Begoña Gómez, nos servirá para “diseñar y gestionar una estrategia de impacto social y medioambiental integrada en la estrategia de negocio de forma eficiente y eficaz” para hacer a la empresa “cada vez más competitiva”.
En efecto, nos animan a ser aún más competitivos. Siempre a la baja, claro. Estamos obligados a emprender y gozar como sea, sin criterio y sin sentido. Nos “auto-explotamos” felizmente. Ni una mención al origen de la desigualdad económica, cada vez más lacerante. Afortunadamente, nos queda el “soma” que dijo Huxley. En una reciente entrevista en EL PAÍS, el profesor de Ciencias Políticas Joan Benach afirma lo siguiente: "Una economía que necesita personas precarias dopadas con cafeína y ansiolíticos para poder trabajar no es sana (..) Medicalizar los trastornos de salud mental derivados de la precariedad a base de medicamentos no va a la raíz del problema". Efectivamente, el conductismo nunca irá al origen del problema. Solo le interesa el síntoma. Pero una vez corregido ese síntoma, otro aparecerá.
Siempre he pensado que solo puedes ser feliz si padeces algún tipo de idiocia. Si tienes una inteligencia normal, ¿cómo puedes ser feliz?
En la réplica de la valle-inclanesca moción de censura presentada por el excomunista Ramón Tamames, la diputada –y también excomunista- Yolanda Díaz habló del “derecho a la felicidad”. Siempre he pensado que solo puedes ser feliz si padeces algún tipo de idiocia. Si tienes una inteligencia normal, ¿cómo puedes ser feliz? Los eslóganes publicitarios nos repiten insistentemente: “Sé tú mismo”. Yo a mucha gente le diría: “No, por favor, no seas tú mismo, por lo menos disimula”. Lo curioso es que, detrás de esta posmodernidad fluida donde todo el mundo es víctima de un agravio terrible y reclama un mayor reconocimiento a su identidad, la cuestión material queda deliberadamente velada. La felicidad es, en efecto, el dispositivo neoliberal por excelencia. No hay derecho al dolor. Y aquí aparece, implacable, la cancelación: nadie tiene derecho a ofenderme.
Para Karl Mannheim, toda ideología tiene su origen en una utopía. Los grandes relatos han caído (y en parte me alegro). Solo quedan fragmentos. Y en principio me parece un buen síntoma asumir que se relativicen las categorías absolutas, pues no existe el monopolio de la verdad. Sin embargo, el relativismo total se ha convertido también en un proyecto totalitario al servicio del Capital. Los discursos políticos no son redactados por ideólogos, sino por gurús del coaching. Agencias de Comunicación buscan lograr un “impacto” en los despistados consumidores que acudirán a las urnas. La deconstrucción desarrolla la teoría de un “hombre nuevo” que dará paso al transhumano. Hacia eso vamos, hacia la deshumanización. Hoy más que nunca urge hablar de ciudadanía y clases sociales. Estamos a tiempo.