Cuando era pequeña conocía a todas mis vecinas. Begoña, la del cuarto, que tenía cinco hijos y veía en mí a la niña que no había llegado por más que la hubiera buscado, a Aingeru, la del segundo, que me tenía todo el día en su puerta a la espera de verle salir con su perro, Bihotza, a Alejandra y su hijo Raulito, al que le dio por meterse a quinqui, a la numerosísima familia Las Heras, a Emilio el marino, etc, etc, etc. No se me escapaba una, ni uno, y si había que tirar de alguien para que te echase una mano, se tiraba y siempre había respuesta.
El caso es que ahora hago un repaso mental de mi actual edificio y, salvo a quienes viven en la puerta de al lado, no soy capaz de ubicar a cada familia ni a cada residente. Me cruzo con personas a las que saludo por cortesía, pero no se nada de su vida. A veces pienso que la rotación de vecinos es desenfrenada y creo más bien que estoy en un bloque de apartamentos temporales que de viviendas definitivas, más o menos.
Hace unas semanas colocaron en la entrada del bloque un pequeño cartel. Decía: VT, es decir, Vivienda Turística. Vamos, que uno de mis vecinos ha decidido alquilar parte de su casa a quien quiera venir a visitarnos. Cuando lo vi, pensé que si hasta ahora tenía poco conocimiento de quienes viven a mi alrededor, a partir de este momento no sabré si a quien digo “buenos días” es permanente o temporal. Pero claro, cuando viajo también me convierto en inquilina temporal y en vecina extraña.
Hay que sentarse y plantear seriamente si queremos ciudades con alma o con almas pasajeras
En el año 2010, cuando empezamos a convertir nuestras casas en alquilables, total o parcialmente, había en España 565 plazas de este tipo. Hoy hay más de 250.000 registradas. Es imposible saber la cifra real porque la economía sumergida se mueve en este sector como pez en el agua. Ya hay más pisos turísticos que viviendas para alquileres continuados. Hay barrios en nuestras ciudades en los que ya no queda población local; es el caso del Barrio Gótico de Barcelona en el que solo quedan tres vecinos más el obispo y su equipo. En nuestro entorno más cercano, Donosti, según los propios conciudadanos, ha tocado techo. Pese a que el turismo supone el 15% de la economía local, las autoridades han decidido no conceder más licencias para este tipo de alojamientos en los próximos dos años. A día de hoy hay en San Sebastian 162 hoteles, 5 en construcción y 1.352 viviendas turísticas controladas. Sí, podemos decir que los vecinos están en peligro de extinción.
Acabamos de salir de una Semana Santa de récord. Casi no cabía un turista más en nuestras calles. Los restaurantes copados casi al 100%, las calles abarrotadas de personas siguiendo a un paraguas manejado por alguien que te cuenta la historia y las curiosidades de la ciudad, colas para acceder a cualquier museo o espectáculo, ruido y la vida cotidiana alterada.
Ahí está el meollo de la cuestión. ¿Hay límite a la hora de asumir turistas? ¿Cómo están cambiando nuestros barrios? ¿Se sienten los y las vecinas expulsadas de sus propias zonas? Son preguntas a las que ha llegado el momento de dar una respuesta. Hay que sentarse y plantear seriamente si queremos ciudades con alma o con almas pasajeras. Queremos que nos conozcan y conocer, que nos visiten y visitar, pero si el cogollo de barrios, pueblos y ciudades, su comercio local, sus tiendas de proximidad o sus bares de confianza a precios razonables son sustituidos por franquicias de grandes cadenas comerciales tanto en productos como en hostelería o por
tiendas de souvenirs, el alma se nos va al garete. Ha sucedido en muchas ciudades, Venecia por ejemplo. Sus habitantes de toda la vida han cogido los bártulos y se han alejado de una preciosa ciudad en la que se sienten extraños, sin un tendero que les llame por su nombre o sin una simple mercería en la que comprar un botón si les hace falta. Esas tiendas cercanas y familiares también plegaron velas y fueron sustituidas por tiendas de recuerdos fabricados en China.
Me da miedo que lleguemos a eso pero siento que estamos abocados a ello. El turismo se ha recuperado con una fuerza mucho mayor de la que tenía antes de la pandemia. Somos disfrutones, queremos no dejarnos nada y vivir todo lo vivible por si llega otro encierro sea del tipo que sea. Me gusta vivir así, a mí también sí, pero el éxito de ese carpe diem estará en el equilibrio. Quiero seguir viviendo en una ciudad en la que el tabernero me pregunte por mis cosas y a quien yo pueda preguntarle por las suyas. Me gusta tener vecinas a las que ayudar y que me ayuden. Mantener nuestro carácter, nuestra forma de hacer las cosas, que el nombre de los comercios nos suene familiar y sentir que cuando estamos en Bilbao estamos en el “botxo” y no en una ciudad igual a las demás. Turistas y viajeros son bienvenidos siempre, pero que nadie se lleve nuestra alma.