Más democracia y menos política judicial
Es, el del título de este artículo, un sintagma preocupante si vas más allá de la función asistencial que la Administración debe prestar al poder judicial. Por desgracia no me refiero a ello sino a una auténtica política judicial, que es a lo que estamos asistiendo en España desde hace ya varios años. De su carácter extemporáneo da cuenta el hecho de que en el lenguaje habitual entendemos enseguida qué es la política económica o la educativa, pero “política judicial” suena ciertamente extraño. La razón es obvia: la economía o la educación son materias propiamente políticas, pero lo judicial no. Si en las democracias contemporáneas existe un ministerio de Justicia, como lo hay de Economía o de Educación, no es para que desarrolle una política judicial sino para que cumpla esa función asistencial del poder judicial a la que me refería antes.
Cosas que todos ustedes han sabido en las últimas dos semanas: la vicepresidenta tercera del Gobierno, persona comedida y sensata, se arranca cuestionando la labor jurisdiccional de Manuel García Castellón por escorada habitualmente a estribor y por lo inoportuno (para el Gobierno) de algunas de sus decisiones; el líder de la oposición, persona tranquila y pausada, reacciona de inmediato, como no podía ser menos, escandalizándose de que toda una ministra se permita cuestionar públicamente a un juez instructor de la Audiencia Nacional; pero hete aquí que ese mismo líder de la oposición había puesto en duda la semana anterior la ecuanimidad del Tribunal Constitucional porque no le gustaba alguna de sus decisiones, lo que hace unas horas ha corroborado Esteban González Pons al referirse a este Tribunal como “cáncer del Estado Derecho” (sic).
Y esto es solamente una muestra de los últimos días porque en el debate público se ha consolidado, tristemente, una auténtica política judicial. Dicho con claridad: se están produciendo evidentes interferencias entre el poder ejecutivo, el judicial y el legislativo. Digo interferencias —intromisión, injerencia— y no contrapesos —equilibrio, compensación— que sería lo constitucionalmente deseable.
Se están produciendo evidentes interferencias entre el poder ejecutivo, el judicial y el legislativo
Este desajuste, grave donde los haya, del funcionamiento institucional del corazón del Estado no trae su causa de un deficiente diseño constitucional. Más bien al contrario, diría que la solución al mismo se encuentra en el propio texto fundamental. Ha sido cosa de la legislación que entre 1985 y 2013 ha dado forma al órgano administrativo encargado del funcionamiento del poder judicial, su Consejo General. Entre esas dos fechas, el PSOE y el PP generaron una determinación claramente política de este órgano esencial (es, entre otras cosas, por decirlo así, el único tribunal de concurso de méritos para ser magistrado del Supremo).
Eso no estaba en la Constitución que preveía una elección mixta de sus veinte miembros: doce elegidos entre jueces y magistrados (nada dice de asociaciones como cuerpos intermedios, sino que más bien apunta a un sufragio universal), cuatro el Congreso y cuatro el Senado entre juristas que cumplan condiciones muy parecidas a los magistrados del Supremo. Esto se traduce en la ley orgánica de 1985 y su reforma de 2013 en una elección de los veinte vocales por las cámaras, previendo la última reforma, del PP, que las asociaciones judiciales medien en la elección de doce de ellos.
Al establecer una mayoría de tres quintos para la elección por las cámaras, la ley aseguraba que evitaba que el Consejo respondiera a una mayoría parlamentaria coyuntural y, sin embargo, ha resultado lo contrario. La razón está, creo, en que la ley confió en un elemento tan volátil como la lealtad entre dos partidos políticos que, supuestamente, iban a controlar las mayorías requeridas. Esa lealtad fue traicionada por el PP en 2018 y hasta hoy, generando la situación insólita en que nos encontramos y contribuyendo sobremanera a las crecientes interferencias entre política y justicia. El CGPJ ha quedado deslegitimado, se le han recortado sus competencias más jugosas para la interferencia política (nombrar magistrados) y, al paso que vamos, caducará incluso biológicamente por jubilación de todos sus vocales. Un desastre.
El CGPJ ha quedado deslegitimado, se le han recortado sus competencias más jugosas para la interferencia política
¿Tiene esto solución? Por supuesto que sí, y está, como antes señalé, en la propia constitución. Nada impide que se vaya a una más neta democratización del poder judicial con una elección mediante sufragio universal directo entre los jueces, sin mediación de las asociaciones corporativas, de sus doce vocales. Nada impide tampoco que, como propuso el actual presidente del caducadísimo Consejo, a los presidentes de audiencias y tribunales superiores los elijan los jueces locales.
Eso haría ya de por sí más fácil el acuerdo parlamentario para la elección de los otros ocho vocales que, como argumentó bien Manuela Carmena, no tienen porqué pasar por la criba del pasteleo entre partidos sino que pueden, y deben, ser elegidos en un debate parlamentario que dejaría mucho más en evidencia el bloqueo deliberado. En suma, más democracia y menos política judicial.