Las tres claves de un espacio público son vegetación, agua y sombra. Bueno, eran. De un tiempo a esta parte, con cada reforma urbanística, nuestras ágoras más céntricas se han desintegrado en extensiones interminables de granito y hormigón, desiertos grisáceos que invitan más bien poco a hacer un alto en el camino, sentarse, desconectar del mundo, ver la vida pasar. Lo llaman arquitectura dura. Yo, tener la cara de cemento armado.
Me niego a pensar que la tendencia a acabar con entornos humanos y amables en el corazón de nuestras ciudades tiene que ver con la austeridad presupuestaria argumentada por ciertos fulanos. Tampoco creo que responda a una moda de mal gusto: eso es el calcetín hasta la rodilla con sandalias. Según mi teoría, la arquitectura dura no deja de ser el reflejo cómplice de un sistema sustentado en la producción y el consumo.
Vivimos en una era donde el tiempo libre, el poco que podemos arrancar a esta cotidianeidad agotadora, se compra y vende. Por eso, quienes manejan hilos y crean marionetas adaptan los centros urbanos a la exigencia del mercado. Un espacio que dejara margen a la contemplación, el descanso y la conversación desinteresada sería “inútil”. Hormigonera y se acabó el problema.
El consumo se convierte en el precio de la compañía. Punto para el capitalismo
La travesía por el erial de las plazas duras invita a acelerar el paso hacia donde sea que vayamos a seguir haciendo algo. Si hay un ratito de asueto, entonces nos empuja a las terrazas hosteleras, oasis replegados en las costuras de esos sitios, allí donde el sistema se despatarra entre cañas con sabor a libertad. La socialización, como la arquitectura, se ha acomodado a la causa. Rara vez pensamos en salir a pasear por un parque con una amiga o echar la tarde en un banco contándonos la vida, como en la adolescencia. Cuando proponemos un encuentro a nuestra gente normalmente es para tomar algo. Quedamos en un bar y a beber, comer y que tiemble la cartera. El consumo se convierte en el precio de la compañía. Punto para el capitalismo.
Se habla mucho de las barrabasadas de Madrid pero en Euskadi, tierra de estómagos generosos donde la vida comunitaria en torno al espacio público era un valor fundamental, también estamos sufriendo el peaje. Hasta Vitoria, tan verde ella, tan reconocida por su estrategia sostenible, ha tropezado en la trampa. Una treintena de calles y plazas anda faltísima de arbolado y sombra, la mayoría de ellas tras su paso reciente por quirófano. En los extremos, eso sí, algún que otro bar. Sorpresa.
Además, las plazas duras brindan a los ayuntamientos la oportunidad de celebrar encuentros masivos: mercados medievales, ferias en honor a Baco, carpas kilométricas llenas de merchandising a propósito del último triathlon... Parques temáticos que reúnen a un montón de gente, sí, y esa es la virtud que destacan nuestras administraciones, pero semejante potencial funciona a costa de seguir abriendo el billetero.
Interesa más arrinconarnos a los laterales del cuadrilátero, bajo un toldo y sillas de plástico, a pagar por el derecho a vivir, a sentir, a estar juntos
El siglo XXI ha realumbrado un sistema frío, implacable, depredador, donde cada minuto, cada metro cuadrado, ha de ser rentable. Por eso las reformas de los centros urbanos procuran reducir la posibilidad de refugiarnos en la umbría, poner el cerebro en “modo avión”, quedarnos empanados y regalarnos la oportunidad de no hacer nada, porque entonces nos daríamos cuenta de todo. Interesa más arrinconarnos a los laterales del cuadrilátero, bajo un toldo y sillas de plástico, a pagar por el derecho a vivir, a sentir, a estar juntos. Otra ronda de anestesia, camarero.
Al final, por agotamiento, por no pensar, porque es más cómodo dejarse arrastrar por la corriente, como ciudadanía vendemos al mercado lo que nos es propio: el espacio público y la manera de relacionarnos en él. Es una tragedia y, sin embargo, apenas se toca cuando sale a la palestra el debate de la arquitectura dura. Las críticas no suelen explorar porqués y consecuencias sociales. Se centran, fundamentalmente, en la desoladora ineficacia de este reurbanismo para hacer frente al cambio climático. Y a ver, hablar de esto está muy bien, porque necesitamos respirar, somos 75% agua, cuando se acerca el verano esas plazas son una olla exprés y nos evaporamos. Pero, por favor, prestemos atención al otro foco.
Por suerte hay gente estupenda, gente que maneja planos y dibuja escalas, con una mirada rebosante de bien común. Hace poco conocí a Mauro Gilfournier, fundador de Arquitecturas Afectivas, quien pretende justo eso: volver a tener en cuenta los afectos a la hora de diseñar o rediseñar espacios. También en los últimos tiempos he tenido la oportunidad de charlar con Carlos Moreno, artífice del modelo urbano que tanto debate está generando, las ciudades de quince minutos. Según su esquema, todos los servicios y necesidades que se requieren para una cotidianeidad plena han de estar a una distancia máxima de un cuarto de hora a pie o en bici: tiendas, centro de salud, polideportivo, acceso al puesto de trabajo… Y eso incluye zonas de puro esparcimiento, porque el esparcimiento gratuito lleva a la contemplación, y la contemplación a la creatividad, la reflexión, la crítica. Ojalá una alianza ciudadana con estas personas para cambiar las cosas.
Necesitamos exigir, proteger y promover los espacios públicos como lugares de encuentro y de convivencia, defendiendo su valor intrínseco.
Está claro que la vida va y viene y que no se detiene, y qué se yo, pero quizá debiéramos empezar a plantar cara al sistema antes de que nos devore. Y una de las vías pasa por el urbanismo. Necesitamos exigir, proteger y promover los espacios públicos como lugares de encuentro y de convivencia, defendiendo su valor intrínseco. Reivindicar el derecho a disponer de centros donde podamos ser ciudadanos y no aves de rapiña, a estar sin condiciones, para dejar de rendir culto al dios del consumo. Entender que, en una sociedad donde el ruido del mercado lo inunda todo, cuidar nuestras plazas, volver a hacerlas nuestras, ajustarlas a los placeres más modestos de la vida es una forma de resistencia, un gesto de rebeldía que afirma nuestra humanidad.
No sé, supongo que estoy muy cansada. Harta, incluso. Me voy un ratito a terracear.