“Pide un deseo”, nos decían en la niñez. Y con esa inocencia entrenada entre canciones cursis y huchas del Domund, respondíamos con mucha convicción: “la paz en el mundo”. Ahora que ya peinamos canas y empezamos a contar batallitas, aquella ingenuidad voló para hacer hueco a facturas, reuniones interminables y café en vena. Pero de tanto en cuanto todavía soñamos con un mundo sin violencia. Nos viene la idea al coco y, aunque suena a quimera, tonteamos con cómo sería dejar a nuestras criaturillas un planeta mejor que el que estamos desgastando. Luego enchufamos el telediario, recibimos el enésimo mail del jefe o atendemos a un cliente malhumorado, y se nos pasa. Hasta la siguiente.
Lo que es querer, casi todas las personas queremos la paz en el mundo. Lo que sucede es que, desde el mordisquito a la manzana, la cosa ha andado tan revuelta que no suena muy realista plantearse siquiera la hipotética posibilidad de alcanzarla. En este momento, organizaciones terroristas y terroristas de Estado, tanto monta, monta tanto, están en su momento de gloria, poniéndose las botas con el beneplácito de muchos cómplices silenciosos. En Gaza, la gente cae como hojas durante el otoño. En el resto del planeta, hay activos más de treinta conflictos bélicos con catastróficas consecuencias, aunque de la mayoría sabemos entre poco y nada. Por qué será.
Para rematar, todas las semanas nos desayunamos nuevos casos de violencia machista y hacemos la digestión con encendidos debates xenófobos. Vivimos un momento de crisis, y con las crisis siempre ocurre lo mismo: las minorías sociales, los colectivos más vulnerables, pagan el pato.
El ambiente se está volviendo pelín irrespirable porque todo ha de ser blanco o negro, buenos los míos, malos los tuyos, y los grises resultan del todo inadmisibles
Además, la práctica política se ha desintegrado en debates tabernarios donde gana quien suelta el dislate más epatante. Eso no ayuda a poner un poquito de concordia a la vida. Más bien, contagia. El ambiente se está volviendo pelín irrespirable porque todo ha de ser blanco o negro, buenos los míos, malos los tuyos, y los grises resultan del todo inadmisibles. Mucha polarización. Esto se percibe, especialmente, allí donde la cobardía se pone una máscara: las redes sociales.
En cuanto arranca una peleita de barra de bar 2.0, más gente de la deseable se lanza como polillas a la luz. En la infancia, querían ser pacificadores. De adultos, se han convertido en guerreros de teclado enfrascados en la eterna lucha por tener la última palabra… y la razón. Luego están quienes no buscan trifulca, pero les chifla entrar en Twitter para disfrutar del espectáculo descorriendo el visillo. Se acomodan, sacan palomitas y a alimentar la movida a golpe de visualizaciones, sin mancharse.
No nos engañemos: queremos la paz en el mundo, pero también nos tira un poquito la controversia, el salseo, la confrontación, el drama. De lo contrario no triunfarían como lo hacen ciertos programas de televisión. Nos llevamos las manos a la cabeza por los horrores que asolan la Tierra. Y a la vez, en nuestro día a día, a nuestra modestísima manera, podemos llegar a comportarnos como pequeños instigadores, o secuaces pasivos, de la falta de armonía. Escupimos a ese cielo de poderes económicos y políticos que tan bien se lo montan, porque obviamente son el problema y la solución, y hay que señalar sus desvergüenzas con firmeza, vehemencia si hace falta, por supuesto. Pero al final, parte de la flema nos cae encima.
Sería terrible pensar como Hobbes y concluir que el homo sapiens es malo por naturaleza
Además, los humanos somos bastante manipulables. La historia nos lo ha demostrado. En las manos “apropiadas”, el adoctrinamiento funciona fenomenal. Se empieza por ser una sociedad espectadora y se acaban normalizando los actos de extrema violencia. Pasó con la Alemania nazi. Está sucediendo a cuenta de Israel.
Sería terrible pensar como Hobbes y concluir que el homo sapiens es malo por naturaleza. Ahora bien, la idea de Rousseau de que la sociedad, esa cosa que formamos todas y todos, corrompe a las personas tampoco resulta tranquilizadora. Para el caso, patatas. Sin embargo, hay gente muy lista, que sabe mucho sobre este asunto, y mantiene la esperanza. Una de ellas es Kristian Herbolzheimer, Director del Instituto Catalán Internacional para la Paz. Esta semana asistí a su charla dentro de las jornadas “En el foco”, en Vitoria: “¿La paz es una utopía?”. Aún ando emocionada.
Lo primero es entender que la paz no consiste, simplemente, en el fin de las guerras. Esa sería una visión tan simplista como pensar que, si no llueve, siempre hace sol. La paz es un ecosistema complejo que pasa por la ausencia de todas las violencias. Y las hay de tres tipos. Por un lado está la visible, la agresión, la que se cuantifica a través de asesinatos o violaciones, pero eso es la punta del iceberg. Por otro, la estructural: las injusticias sociales, la pobreza, el hambre, todas esas desigualdades provocadas por este sistema productivo inhumano, las raíces podridas que alimentan el árbol de la discordia. Y por último, la violencia cultural, la que justifica la existencia de la visible y estructural. El patriarcado y el racismo son dos buenos ejemplos.
El dinero destinado a políticas de paz es ridículo, ni un solo país del mundo le dedica más del 1% de sus presupuestos
Así visto, echar abajo esta pirámide perversa parece imposible. Habría que aparcar demasiados intereses, desintoxicarse de tanto capitalismo, lograr que el poder no corrompa. Esforzarse mucho y, también, echarle billetes. El dinero destinado a políticas de paz es ridículo. Contó Herbolzheimer en su conferencia que ni un solo país del mundo le dedica más del 1% de sus presupuestos.
Y, sin embargo, siguen existiendo personas que creen que las utopías existen para dejar de serlo. Nelson Mandela, por ejemplo, demostró que es posible aparcar el odio, abrazar al verdugo y conseguir avances inconcebibles con un impacto revolucionario. Entendía que la paz pasa por crear un entorno justo, digno y humano para todas las personas con independencia de su procedencia, raza, clase o credo. Y no se rindió.
Por eso me hace gracia leer al Presidente, en la segunda carta de San Pedro a los españoles, presumiendo de la contribución del Gobierno a la paz en el mundo a través de su posición con el genocidio de Palestina o lo que pasa en Ucrania. Sí, se mojado bastante más que otros gobiernos de Occidente en estos asuntos, pero a mí me daría vergüenza hinchar tanto el pecho. Más que acciones valientes y solidarias, lo suyo huele a gesto de propaganda. Por otro lado, tampoco es que los partidos de la derecha y más allá se lo pongan fácil.
La verdadera paz empieza cuando decidimos bajar la guardia y escuchar, en lugar de atacar
Me encantaría que nuestros representantes fueran capaces de darle un descanso a la confrontación. La verdadera paz empieza cuando decidimos bajar la guardia y escuchar, en lugar de atacar. Pero qué poco hemos visto de eso en estas semanas previas a las elecciones europeas. Estos momentos, que deberían de ser de máximo ejercicio democrático, se han convertido en carnavales de odio y división. Por desgracia, la incapacidad de llegar a acuerdos no solo frena el progreso. También abre la puerta a políticas retrógadas. A que ganen los más malos.
Ojalá aparcar la polarización y ese empeño, en ocasiones insano, de defender nuestra verdad verdadera con la venda en los ojos y el cuchillo en la mano. Estoy de acuerdo con Herbolzheimer cuando dijo que este mundo necesita más "cobardes" y "traidores"; es decir, personas que dudan y están dispuestas a plantearse otra manera de pensar y hacer las cosas. Ellas son los verdaderas arquitectas del cambio, las que se atreven a cuestionar sus propias creencias y prejuicios, y ponerse a trabajar, enfrentándose a la incomprensión y el rechazo.
Puede que la paz sea un sueño, el más inalcanzable de los deseos, pero también una construcción constante y colectiva. Quizá hay que hablar menos de ella y practicarla más.
No sé, supongo que este artículo me ha quedado un poco entre discurso de Miss Universo y sermón dominical. Me voy un ratito a escuchar a Jiménez Losantos, o a Ferreras.