Son traicioneras. Las olas del mar, digo. De pronto una coge impulso, nos pilla con el pie cambiado y procede a engullir. Sin contemplaciones. Llega entonces el intento desesperado por emerger a la superficie, la obligación de rendirse a la corriente, esos segundos caóticos bajo el agua y, al fin, la reaparición en la orilla. Normalmente con el culo al aire y la dignidad en las fosas abisales. Lo peor es que volverá a suceder. Ellas saben hacer la puñeta y nosotros queremos mantener la autoconfianza. Pensamos que podremos predecir el siguiente movimiento. O burlarlo en el último suspiro con un despreocupado salto sin tirabuzón. Así nos va. En la playa. Y con la política.
Lo peor es que esto sí se veía venir y ahora costará salir a flote. La ola ultra amenazaba tiempo ha con coger altura para darle a Europa un buen revolcón. Pero las demás fuerzas, ideologías, como sea, han sido incapaces de fabricar un muro de contención a lo que ya parece más tsunami que cabrilleo. Las derechas, porque durante mucho tiempo les vino de maravilla aprovecharse de voces reaccionarias para ocupar sillón y debilitar a los que consideran adversarios naturales. Además, creían saber cuándo dejar de estirar el chicle para que la bomba no nos explotara en la cara.
Tras las elecciones del domingo y el bañador por las rodillas, Von der Leyen propone una gran coalición con socialistas y liberales para “combatir los extremos”
Los populares se conchabaron con abascales, o peores, en España, Austria, Italia, Países Bajos y Hungría. Ahora, tras las elecciones del domingo y el bañador por las rodillas, Von der Leyen propone una gran coalición con socialistas y liberales para “combatir los extremos”. De perdidos al río, que el mar se puso feo. Es lo que hay que hacer, por supuesto, encontrar un espacio común desde el que restaurar la democracia. Pero a la vez da entre risa, pena, rabia y vergüenza. Y luego está la izquierda, llámemoslo izquierda, llamémoslo equis, que también tiene lo suyo.
Esta gente, que una vez pensé que era la mía, anda perdidísima. Desde hace años, en realidad. Por un lado, insiste en la amenaza de “que viene el lobo”. Por otro, sigue proclamando con orgullo que “no pasarán” mientras mira hacia atrás, cuando ya los tiene al lado o delante. Y de por medias, se perdió en discursos identitarios capaces de empañar las políticas que ha impulsado, porque lo ha hecho y con los grandes poderes en contra, para arreglar las cosas del comer.
Pero sé que insultar a la ciudadanía funciona regulero. Imponer etiquetas a la gente de a pie puede dejar en un lugar más feo a quien las coloca que a quien las sobrelleva
Ese fue un error mayúsculo. Otro, romperse en mil pedazos por, como dijo el predicador, “vanidad de vanidades”. Y uno más, haber caído en la peligrosa tentación de concluir que como el fascismo es despreciable, todo lo que nos horroriza ha de ser necesariamente fascismo y, por tanto, quien vota lo que se nos hace bola, facha. Facha y tonto. Hecho el dictamen, empieza la turra mañana, tarde y noche, con ese tufillo a superioridad moral que es nuestra condena.
No tengo claro si soy quién para determinar qué es y qué no fascismo, aunque disponga de teorías y argumentos. Pero sé que insultar a la ciudadanía funciona regulero. Aprendí con los primeros encontronazos de la vida que imponer etiquetas a la gente de a pie, que ni pincha ni corta, puede dejar en un lugar más feo a quien las coloca que a quien las sobrelleva. Al final, aquél que se siente ofendido se encierra en su verdad verdadera, defendiendo con uñas y dientes algo que, quizá, no sabe ni de qué va.
Los fachas existen, claro que sí. Y luego están las personas que lo parecen, pero puede que no lo sean y lo que sucede es que tienen miedo, se sienten vulnerables, necesitan seguridad. Tu padre, el frutero, el inmigrante de primera generación. Muchos hombres. Pero mujeres también. Y se dejan arrastrar por el golpe de la ola, borrachos de tanta agitación. De ésos tiene que haber bastantes.
Mensajes provocadores, directos, simplones, promesas de orden y seguridad, un nuevo mundo
Este sistema es la selva. Vamos de liana en liana, de crisis en crisis. Todas arrastran consecuencias materiales, pero también nos agujerean por dentro con secuelas emocionales difíciles de gestionar. Vivimos en una sociedad líquida marcada por la fragmentación comunitaria, la inestabilidad laboral, la sobredosis de información, la economía del exceso y los desechos, la falta de credibilidad, el fin del compromiso mutuo y las relaciones fugaces. Por eso hay más estrés y ansiedad, desesperanza y desmoralización, ira y frustración, incertidumbre y temor.
Y cuesta hacer toda esa digestión. Están quienes intentan superar tanto asqueo leyendo, en la consulta del psicólogo o al trote con mallas fosforescentes. Otras personas recurren al esperpento, que supone menos esfuerzo al hacer y pensar. El esperpento ultra.
A estas alturas, quien más quien menos entiende por qué a la extrema derecha le está yendo de perlas. Ha sabido capitalizar ese mejunje, más la desconfianza en las instituciones, y sacarle rédito con un recetón infalible: prometer mano dura y supuestas soluciones rápidas, señalar chivos expiatorios, desplegar la cola del pavo real patrio, apropiarse del valor sólido de la familia, venderse como outsiders, rebeldes al margen de la ley, porque los gobiernos han fallado en su deber de proteger a la gente y ellos nunca lo harían, aunque chupen más que nadie de la ubre del sistema. Mensajes provocadores, directos, simplones, promesas de orden y seguridad, un nuevo mundo.
La extrema derecha es ese baúl lleno de recuerdos de una época que se percibe mejor de lo que realmente fue, porque da calor como aquella antigua postal de vacaciones
La habilidad de la ultraderecha para captar el descontento no tiene demasiado mérito. Basta con carecer de escrúpulos para construir esa narrativa y poder seguir durmiendo por las noches. Ahora bien, eso no debería de impedir al resto de partidos, sobre todo a la izquierda, hacer autocrítica. Necesitamos, del lado democrático, representantes públicos capaces de responder a la coherencia y los estándares éticos que todavía reclama una parte importante de la sociedad: la que les vota y la que dejó de acudir a las urnas, que es más de la mitad de la población y su silencio chilla.
Afirman los que más saben de esto que el desafío ha de pasar por reevaluar estrategias, dejar atrás las peleas internas de patio de colegio, construir una narrativa que reconquiste todo aquello de lo que los reaccionarios se apropiaron, bajar del púlpito, pasar la escoba, despojarse de victimismos, olvidar eslóganes caducos, volver a conectar con el pueblo, escucharlo. Ahí es nada.
La extrema derecha es ese baúl lleno de recuerdos de una época que se percibe mejor de lo que realmente fue, porque da calor como aquella antigua postal de vacaciones. Ese viaje, ese lugar, ya no existe, quizá ni siquiera fue tan bonito como la memoria evoca, pero es lo de menos. Así que no, no resultará nada fácil hablar de bien común, practicarlo, rescatar del naufragio a los desafectos y volver a convencer a quienes se pasaron al lado oscuro por pura supervivencia. La exigencia es altísima. El deber, supremo. ¿Pero acaso queda otra?
No sé, quiero pensar que aún estamos a tiempo de pillar la tabla de surf, superar el oleaje y confiar en que el tiempo amaine.