Como dice mi amigo Antonio Rivera, bastante tenemos los historiadores con predecir el pasado como para aventurarnos a hacerlo con el futuro. No hace falta una bola de cristal, sin embargo, para afirmar que los años treinta que se avecinan de este siglo XXI tienen al menos un aspecto en común con los del siglo XX: el cuestionamiento radical del sistema político.
Esto es algo, además, que afecta —a diferencia de los treinta del siglo pasado—a todo el hemisferio occidental. Elección tras elección, las opciones que proponen alterar
sistemáticamente el orden político cimentado sobre los escombros de la II Guerra Mundial van tomando posiciones. De hecho, ya han ganado elecciones en Estados Unidos, Brasil o Italia, por mencionar solamente Estados que son estructurales en el orden global posterior a 1945. En EEUU la posibilidad de que esa opción vuelva a hacerse con la presidencia del país más presidencialista de Occidente se acerca a medida que el Partido Demócrata se paraliza ante un debate absorbente de toda otra disputa —el de la idoneidad de su candidato— que tiene perdido perdido de antemano.
En el corazón de Europa los últimos lances electorales —con la excepción, aquí sí como en los treinta del siglo pasado, del Reino Unido— apuntan exactamente en la misma dirección. Francia acaba de confirmar en sus elecciones legislativas lo que un mes antes habían establecido claramente las europeas: la extrema derecha es ya el primer partido político con siete puntos de distancia respecto de una unión de toda la izquierda, la insumisa y la sumisa. En Alemania la extrema derecha de la extrema derecha europea, la AfD, deja atrás al SPD. Como decía Marine Le Pen tras las legislativas en su país, el resultado en escaños solamente retrasa lo inevitable.
En efecto, Europa está activando válvulas de emergencia para aliviar presión, pero esta sigue aumentando. Sentimos el alivio propio de haber visto pasar el filo del hacha a milímetros del cuello, pero con la sensación al mismo tiempo de que el tajo acabará dando de lleno. Esta imagen puede servir como diagnóstico de la situación, pero la pregunta que debemos hacernos es qué es lo que está haciendo subir de esta manera la presión hasta el punto de que cuestionar la democracia, la separación de poderes o la existencia de sociedad sale electoralmente muy rentable. Si queremos diferenciarnos de los años treinta del siglo XX más vale que nos apliquemos a ello, que es lo que no hicieron nuestros abuelos y bisabuelos.
Patriotas por Europa es el nombre que ha escogido Víctor Orbán para bautizar el grupo más numeroso de extrema derecha en el parlamento europeo. Antes se llamaban Identidad y Democracia. Está integrado por partidos que se denominan Ciudadanos Indignados, Basta ya, Interés Flamenco, Lituania Primero y cosas así. Es la idea que tomó, con notable éxito, un cantamañanas y se presentó con Se Acabó la Fiesta o la que catapultó a Giorgia Meloni con sus Hermanos de Italia. Todos estos nombres nos están diciendo algo acerca de la bomba de alimentación de la presión sobre el sistema: una parte significativa (y sobre todo creciente) de europeos están, dicho sea en mexicano, hasta la madre de un sistema que perciben ajeno a sus problemas y cercano a sus bolsillos.
Que hay en ello mucho, muchísimo, de tópicos sustentados en bulos, sin duda, pero están funcionando y muy bien: frente a esa Europa volvamos a los Estados plenamente soberanos, de ahí lo de Patriotas por Europa. El nacionalismo exacerbado (identidad, primero lo nuestro, hermanos, etc.) es un ingrediente que casa bien con la identificación de fantasmas en la otredad (inmigrantes, LGTB, comunistas). Si a ello le añadimos la promesa de acabar con la distante burocracia europea consumidora de recursos que son “nuestros”, el cóctel está listo para servirse.
Por ello sería un error (un error que se cometió en los años treinta del pasado siglo)
regularizar ese cóctel como bebida aceptable. La tentación es evidente, tanto que en ella cae también una parte de la izquierda europea: en Alemania, con el nombre de Razón y Justicia, muy parecido a los que usa la extrema derecha, Sarah Wagenknecht (antigua dirigente de La Izquierda) ha conseguido un 6% de votos usando un discurso xenófobo y nacionalista. Los partidos aún estructurales de la UE deben hacer exactamente lo contrario, edificando una Europa más federal, más cercana a los europeos, más política. Frente al cuestionamiento de Europa que hace la ola a Putin, la supervivencia de la UE depende de la solidez que se consiga dar a una ciudadanía europea.