Qué bien, llega el otoño. Ya podemos relajarnos, amigas. Enfundarnos la rebeca, caminar sobre alfombras de hojas crujientes, saborear un Roiboos calentito, entregarnos a la estación más romántica y decir adiós a la temporada alta de la violencia machista. Ahora, en vez de catorce asesinadas en quince días, puede que sea una por semana. O, mejor aún, una cada dos.

Así suele suceder. Baja el termómetro, se reajusta el tiempo de convivencia y la furia de quienes nos consideran posesión desciende unos grados. Con lo cual regresamos al goteo calmado de un grifo que, aunque no termina de cerrarse bien, aunque sigue arañando autoestimas, asaltando cuerpos en las calles y ultrajando vidas en los hogares, deja de encadenar titulares estruendosos. Todo en orden.

Es momento de volver a nuestras conversaciones ligeras, claro que sí, a la tranquilidad de la rutina, a dejar de hacer ruido y correr un tupido velo sobre el berenjenal dialéctico que se lió poco antes de que aterrizara septiembre, cuando una feminista tuvo la osadía de acuñar el término “potenciales violadores”.

Eso fue lo que desató la algarada: no los cadáveres de Pilar, Mari Àngels, Mónica, Margarita, Gertruida, Sara o Juliana, sino el temerario atrevimiento de poner palabras a una verdad incómoda. Que no todos los hombres golpean, humillan, abusan y matan a mujeres, pero siempre es un hombre. Así que, digo yo, para el caso patatas.

No todos los hombres son peligrosos, tranquilidad, pero todas las mujeres vivimos en potencial riesgo por lo que difícilmente vamos a poder identificar al que nos mira del que nos acecha. Sobran pruebas

Nadie se me ofenda. O qué narices, sí. A estas alturas de la película, debería de haber quedado claro que el sistema está orquestado para beneficiar a los hombres por el hecho de serlo, que ellos son una pieza clave en la perpetuación de la violencia machista, que de lo que hablamos es de un problema esencialmente estructural, que en cierto modo ellos también son víctimas, pero se convierten en victimarios cuando son incapaces de reconocer la mayor.

Y, sin embargo, qué cosas, la sociedad aún no está preparada para esta conversación. Hay que seguir protegiendo a nuestros chicos de cualquier palabreja que roce su ego, exclamar muy fuerte #notallmen para no herir el “yo” masculino, preservar su bienestar antes que reconfortar nuestro miedo. 

Nosotras somos unas dramáticas si contamos que en un bar fulanito nos tocó el culo porque, vamos a ver, solo hacía la gracia, pero muchos de ellos han acabado llorando por las esquinas tras llamarlos “potenciales violadores”. Por supuesto unas cuantas mujeres han salido a su rescate, madres, amigas, hermanas, porque los sanos hijos del patriarcado saben cómo hacer las cosas, forzar mohín perruno y convencernos de que les hemos atacado personalmente. Y eso está casi tan feo como no compartir el código de Netflix.

A ver si así se entiende mejor. No todos los hombres son peligrosos, tranquilidad, pero todas las mujeres vivimos en potencial riesgo por lo que difícilmente vamos a poder identificar al que nos mira del que nos acecha. Sobran pruebas. Solo este verano cada informativo ha sido un obituario en serie. Además, y esto quien quiera se lo cree y quien no que siga con la venda en los ojos, los casos que se denuncian y los desenlaces fatales apenas son la espuma de un océano profundo y revuelto.

Aguas oscuras y turbulentas que esconden el acoso cotidiano, las miradas invasivas, los silencios que pesan más que las palabras. Es la violencia que sentimos en la piel, que nos enseña a tragar las humillaciones del jefe, aceptar la disculpa del novio tras un empujón sin querer queriendo, caminar con las llaves en la mano y enviar mensajes cuando volvemos solas a casa. 

El hombre es un lobo para el hombre y una jauría para la mujer. Pero vivimos en tal estado narcótico, de maquillaje, de blanqueamiento, que en buena parte del imaginario colectivo este debate semántico sobre los “potenciales violadores” ha llegado a su fin con el más sonrojante, aunque no inesperado, broche de guion: pobrecitos ellos. Manda huevos.

Antes, calladitas, estábamos más guapas. Ahora podemos alzar la voz, al menos en esta parte del mundo, pero midiendo cada palabra no vaya a ser que el verdadero escándalo no sea la violencia de género sino cómo la nombramos

Antes, calladitas, estábamos más guapas. Ahora podemos alzar la voz, al menos en esta parte del mundo, pero midiendo cada palabra no vaya a ser que el verdadero escándalo no sea la violencia de género sino cómo la nombramos. La crítica ha virado contra las mujeres que han decidido dejar de caminar de puntillas, desenvainar la espada y mostrarla por el filo más irritante, el que pone en evidencia no solo el machismo estructural, sino también a aquéllos que prefieren relativizarlo. A quienes están más preocupados por cómo se sienten ellos que nosotras.

La culpa es nuestra por buscar la confrontación. Mirad que nos lo tienen dicho. Está demostradísimo que si hablamos de “hombres que maltratan” en lugar de “hombres maltratadores”, el proceso de rehabilitación resultará más efectivo, nos irá mejor. El lenguaje tiene un gran poder y todo gran poder conlleva una gran responsabilidad, y al parecer la de las mujeres pasa por mantenernos en las filas del comedimiento, preocuparnos por no herir susceptibilidades, cuidar, porque los cuidados son cosa de chicas. A la mierda ya.

Cuando nos acercamos con una sonrisa, damos palmadita en el hombro y suavizamos términos en un esfuerzo por educar y acercar posturas, también evitamos mencionar la autoridad y violencia que sostienen el sistema patriarcal. Y al no nombrarlos, los dejamos intactos. Rebecca Solnit, en su ensayo “Los hombres me explican las cosas”, deja clarinete el tema: lo único que hemos conseguido hasta ahora ha sido preservar la comodidad de quienes no están dispuestos a reconocerse parte de una cultura que facilita y tolera el maltrato. Y eso, si algo alimenta es la pasividad, la normalización, el letargo.

El lenguaje implica poder, sí, y usarlo para señalar la realidad tal como es, sin anestesia, supone el primer paso para cambiarla

Soy de naturaleza empática, pero el manto de víctimas es ya tan grueso que permitidme estar hasta el moño de eufemismos. Ni las guerras son errores estratégicos, ni las muertes de civiles daños colaterales, ni los recortes sociales ajustes, ni la violencia machista una lacra que pasaba por ahí y puede que infecte o no. El lenguaje implica poder, sí, y usarlo para señalar la realidad tal como es, sin anestesia, supone el primer paso para cambiarla.

Qué paradoja. Tanto tiempo llamándonos sexo débil, y ha sido el orgullo masculino el que ha temblado cuando hemos decidido mandar de una patada la vergüenza a su bando

No sé, supongo que lo que quiero decir es que ya deberíamos prohibirnos dar marcha atrás. Desembarca el otoño con su edredón de hermosa melancolía y sería un grave error dejar que nuestras voces volvieran a enfriarse. Esto no es una guerra de mujeres contra hombres. Ni cosa de chicas. Es asunto de todos. Una trinchera única, sin fronteras ni estaciones. Gritemos alto, claro y fuerte.