No sé a qué huelen las nubes, pero me da en la nariz que el aire anda cargadito. Es como si últimamente hubiera una predisposición constante a saltar y despellejar, a convertir personas en dianas e insultos en dardos, a encasillar sin miramientos, ni rigor, ni matices. Y además, con bastante poca originalidad. Fulano es facha, Mengana hembrista, Zutano comunista y Perengano, un cuñado.
La polarización se ha convertido en el pan de cada día o, peor aún, de hace dos semanas: una cosa muy rancia. Y luego están las redes sociales, impecables amplificadoras de la fractura, mejores simplificadoras del pensamiento.
Por tanto, entre las corrientes populistas que parten la sociedad como si fuera una hogaza y las burbujas virtuales especializadas en intoxicar, mucha gente acaba creyendo a pies juntillas que ostenta la verdad verdadera, de lo que sea como sea. Y que los otros, quienes piensan distinto, están equivocados.
Ese es el primer paso. El siguiente, colgar el sambenito con colmillo afilado. Alinear hombros, guiñar ojo, calcular distancia, a ser posible con pantalla del ordenador mediante, tensar dedo, tomar aire y disparar ansiando dar en el blanco exacto, ahí donde uno piensa que más duele, con la mezcolanza de satisfacción y falsa superioridad que da sentenciar rápido y sin conocer.
En distintos grados de intensidad, todo el mundo se siente guerrero de su causa. Pero cuando de pronto bajamos brazos y el polvo aterriza en el suelo, asoma la tragedia: cada vez queda menos espacio para el diálogo y hay mucho más para etiquetas vacías, lugares comunes pueriles, fallos de juicio y fronteras infranqueables. Estamos idiotas.
Sí, he dicho idiotas. Con toda la intención y tras un exquisitísimo proceso reflexivo. Creo.
Idiotas no de no llegar el agua al tanque, aunque de ésos siempre habrá. Idiotas por entregarnos a la simplificación y encapsular al diferente. Por mirar por encima del hombro, abrazarnos al comentario airado y provocar para recibir la dosis diaria de likes.
Por creernos el gatillo más rápido del Oeste y apuntar sin preguntar ni escuchar. Por hacer bandera de los prejuicios en vez de mirarnos un poquito por dentro, en esos cajones donde guardamos bien arrugadas y mejor escondidas la autocrítica y la empatía.
Idiotas según la definición de Simone de Beauvoir, en definitiva. Para la existencialista y, ay, madre del feminismo, la estupidez no era una condición inevitable. Era elección. Es decir, según su teoría la gente escoge ser imbécil cuando rehúsa enfrentar la complejidad de la vida y opta por la generalización, el simplismo, la egolatría, el choque.
En esta estupidez elegida, donde el intelectual es el rey, lo que importa no es la verdad. Qué va. La clave reside en aferrarnos con sonrisa de una sola comisura y párpados ligeramente caídos a nuestra particular isla de certezas
Justo el camino que evita las preguntas complicadas, las que hurgan como gusano, no vaya a ser que el espejo dictamine que no eres quien más razón tiene del reino.
Se trata, por tanto, de una especie de cobardía, un refugio que permite sentirnos en lo cierto sin tener que cuestionarnos, que aleja a golpe de insulto a quienes podrían poner en entredicho lo que hasta ahora habíamos defendido.
Preferimos zafarnos del interrogante como animales heridos, evitando el esfuerzo de meternos en zapato ajeno. Y así, aunque haya cristales de muchos colores por los que mirar, todo acaba reducido a blanco o negro. Los míos, los más patriotas, honestos, trabajadores, listos, buenos. Los tuyos, traidores, mentirosos, vagos, tontos, caca.
Pase lo que pase, existan fotografías con narcotraficantes, dinero público gastado en locales con lucecitas, currículos falsos, papeles con abreviaturas imposibles de descifrar, lodo literal o simbólico hasta las orejas, se acomoda el relato y a seguir.
Huelga decir que la imbecilidad no distingue estratos. Hay artistas, escritores, periodistas e incluso filósofos de relumbrón que son bastante idiotas, portavoces de sus propios orgullos y arbitrariedades, o de las siglas que les pagan, ampulosos en las formas pero casi tan pobres de alma como una ensalada sin aliño. Lo aseguro yo, como buena idiota.
Y esto es así porque en esta estupidez elegida, donde el intelectual es el rey, lo que importa no es la verdad. Qué va. La clave reside en aferrarnos con sonrisa de una sola comisura y párpados ligeramente caídos a nuestra particular isla de certezas, mientras despreciamos el archipiélago de dudas y matices que ofrece el mundo.
Aunque bueno, ahora que lo pienso un poco más, quizá la idiotez no sea tan escogida. Vivimos en el imperio de la mentira. Una mentira con mayúsculas que no tiene como objetivo hacer que la gente la dé por válida, sino garantizar que nadie crea en nada.
Entre titulares provocadores, mensajes contradictorios, opiniones disfrazadas de información, falta de criterio y maniqueísmos, el discernimiento se vuelve labor titánica, casi heroica
Esto no es cosecha mía, fue teoría de alguien que reflexionaba sin parar: la pensadora Hannah Arendt. Como señaló, cuando un pueblo ya no distingue entre verdad y mentira, tampoco puede hacerlo entre el bien y el mal. Conclusión, queda privado del poder de razonar. O sea, se vuelve idiota. Más aún en los tiempos actuales, que difícilmente favorecen el pensamiento crítico.
Todo parece diseñado para aturdir, mantenernos en un raro estado de alerta, cansancio y apatía. Entre titulares provocadores, mensajes contradictorios, opiniones disfrazadas de información, falta de criterio y maniqueísmos, el discernimiento se vuelve labor titánica, casi heroica.
Al final, dejamos de confiar en todo y en todos, hasta que la verdad misma se vuelve algo relativo, cuestión de preferencias. De ahí a la manipulación solo hay un salto chiquitín.
Lo que ayer era terrible hoy es aceptable, y mañana será defendido a capa y espada. Sin criterio firme, cualquier cosa vale. Nos hemos vuelto idiotas, sí, idiotas entrenados para funcionar sin ponderar demasiado, en una niebla que despista con el faro de la meditación bajo mínimos. Pero idiotas sin remedio, quizá no.
Quiero pensar que podemos romper con la inercia. Que, al menos en parte, no es la tiranía de la mentira y la polarización la que nos tiene atrapados. Hemos regalado las llaves de la introspección por la comodidad de aferrarnos a nuestros sesgos y levantar mentón como quien huele mierda. Sin embargo, también me da en la nariz que podemos recuperarlas.
No sé, tal vez sea tan fácil, o difícil, como reconocernos un poco idiotas. Y a partir de ahí, dejar el tirachinas en el bolsillo, abrir ventanas y empezar a respirar aire fresco. Reconquistar nuestra libertad. La de verdad, no ésa que se sirve entre cañas. Y practicarla. Mucho. Para variar.