1824, el comienzo de todo
- Ayacucho, el final del imperio español en América, es un momento de la máxima relevancia para entender la España contemporánea
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Hace doscientos años, el 9 de diciembre de 1824, las tropas realistas españolas fueron derrotadas en la batalla de Ayacucho. A partir de ahí, desapareció definitivamente el dominio español en la América continental. Aunque es difícil cuantificarlo, pues los límites del imperio español nunca estuvieron muy claros, unos diecisiete millones de kilómetros cuadrados y otros tantos de población, también muy difícil de determinar con precisión.
La expansión que había comenzado a renglón seguido de la conquista del reino nazarí de Granada en 1492, se tornó en un drástico proceso de contracción imperial en el siglo XIX, que terminó de completarse en 1898 con la cesión a EEUU de las últimas colonias españolas en las Antillas y Filipinas.
Ayacucho, el final del imperio español en América, es un momento de la máxima relevancia para entender la España contemporánea, de la que estamos hechos
Los entusiastas del imperio español no suelen pararse mucho en Ayacucho porque es la anti-gloria, la pérdida, la derrota, incluso la humillación. Es lo que tiene leer la historia como si fuera un partido de fútbol, que es lo que hacen los entusiastas de cualquier especie. Sin embargo, Ayacucho, el final del imperio español en América, es un momento de la máxima relevancia para entender la España contemporánea, de la que estamos hechos.
En primer lugar, porque a España le llevó doce años reconocer que el hecho evidente de la pérdida de sus colonias debía implicar también la renuncia al derecho a dominarlas de nuevo.
Solo desde 1836 los gobiernos liberales comenzaron a reconocer la existencia de las nuevas repúblicas americanas, pero a cuentagotas, tanto que les llevó setenta años completar el proceso. El dato es importante, porque algo nos dice ese empecinamiento en pretender un derecho cuando el hecho lo contradice.
El resultado fue que España se quedó sin colonias y sin comercio, que era lo que podría haber preservado: ceder la soberanía para resguardar el beneficio no entraba en el horizonte de quienes entendían que el dominio era un derecho más que un hecho.
Por supuesto hubo a quien le aprovechó, y mucho, el comercio, la deuda y los recursos americanos: justamente a los competidores imperiales de España, Reino Unido y Francia.
Los historiadores de la economía han demostrado suficientemente el agujero que esa política española de desimperialización dejó en las finanzas y en el PIB español, precisamente cuando se enfrentaba a la costosa tarea de construir un Estado.
Ayacucho fue, paradójicamente, el comienzo del interés español por América desde un punto de vista cultural e identitario
En segundo lugar, Ayacucho fue, paradójicamente, el comienzo del interés español por América desde un punto de vista cultural e identitario. Si para los intelectuales anteriores a la crisis imperial América no era nada significativa por sí misma cuando se trataba de la nación española, esto cambió desde los años cuarenta del siglo XIX.
Solo hay que fijarse en la cantidad de cabeceras de periódico que aluden a la América española, que cuentan con autores hispanoamericanos y que abren debates y propuestas sobre la política que España debía seguir con aquellas repúblicas.
Es en la segunda mitad del siglo cuando comienza a circular con asiduidad una palabra con la que se quería aludir a la identidad: nacionalidad. Se expresaba con ella lo que podía seguir vinculando a España con Hispanoamérica, una vez que el imperio ya no iba volver.
La izquierda del momento (republicanos, demócratas y federalistas) fueron quienes con más ahínco aludieron a una nacionalidad compartida en los dos lados del Atlántico. También quienes más criticaron los intentos de reimperialización de la derecha del momento (los moderados), con expediciones militares (México, el Pacífico), reincorporaciones (Santo Domingo) o conspiraciones monárquicas (Ecuador).
La nacionalidad comenzó en la España contemporánea por ser una cuestión americana y derivada de la condición imperia
La nacionalidad comenzó en la España contemporánea por ser una cuestión americana y derivada de la condición imperial. Lo fue por ese intento de buscar en Hispanoamérica la identidad española y lo fue porque una de las Españas del siglo, la colonial (Cuba, Puerto Rico y Filipinas), fue excluida desde 1837 del cuerpo político de la nación: los liberales les cerraron, literalmente, la puerta de las Cortes en las narices.
De esas tres colonias, la que protagonizó el debate sobre la nacionalidad fue Cuba. Formalmente era parte de la nación, una provincia de ella, pero constitucionalmente no formaba parte de España. Un galimatías que se quiso resolver aludiendo a unas leyes especiales que nunca se hicieron.
No era algo extraordinario: desde 1839 los vascos y navarros funcionaron con leyes especiales en la España constitucional. Pero en Cuba había esclavos y esclavistas, el más prominente un alavés, Julián de Zulueta. Los dueños de esclavos formaban el lobby más poderoso de Madrid e hicieron de todo para preservar un gobierno de excepción que les permitiera la trata, aun estando prohibida. Eso es también nuestro siglo XIX.