Sindicatos durante una manifestación / MIGUEL TOÑA - EFE

Sindicatos durante una manifestación / MIGUEL TOÑA - EFE

Opinión AHÍ VAMOS, TIRANDO

De arietes a felpudos: por qué los sindicatos están dormidos, pero no podemos prescindir de ellos

Los sindicatos deben recuperar su capacidad de movilización, su independencia y conexión con los trabajadores

Más información: Narcisistas, horteras y peligrosamente aburridos: así son los nuevos amos del mundo

Publicada

Hubo un tiempo, cada vez más lejano, en que los sindicatos españoles plantaban las botas en la primera línea de defensa de los derechos sociales. Eran el motor de cambio que ponía en jaque las estructuras económicas. Los arietes contra el abuso de poder. Por ellos tenemos jornadas laborales pelín más humanas, convenios que suelen protegernos de los caprichitos empresariales, bajas remuneradas que no dependen de la misericordia del jefe. Fueron nuestro escudo cuando el trabajo significaba explotación.

Pasado.

Lo de los sindicatos es un poco como ese novio que al principio lo daba todo por ti. Escribía cartas de amor, daba a la cadena del váter y, si hacía falta, te defendía ante quien fuera. Pero en algún momento, la actitud cambió. Casi sin darte cuenta, pasó de luchador incansable a funcionario del amor, de revolucionario entregado a compañero intermitente. Y ahí anda ahora, apareciendo y desapareciendo como el Guadalquivir. Demasiado ocupado con sus cosas como para notar que tú, la que creyó en él, al fin dejó de esperar nada porque se ha convertido en una caricatura de sí mismo.

La película que Nicolás Redondo y Marcelino Camacho jamás habrían querido que se rodara. 

Y aquí llega la pregunta del millón. La misma que me hago cada vez que me abandonan o cuando me vuelvo a instalar Tinder. ¿Por qué? En este caso, la respuesta es más fácil.

El sistema es como un agujero negro: si te acercas y vas despistado, la gravedad hace su trabajo y lo absorbe todo, desde la uña del dedo gordo del pie hasta la dignidad. Da igual cuántas veces jures que resistirás la tentación. Si no tienes los recursos, si no eres del todo íntegro, acabarás formando parte del paisaje que querías cambiar. Como en la isla esa de la tele.

Lo de los sindicatos es un poco como ese novio que al principio lo daba todo por ti

Eso es lo que ocurrió con los sindicatos. Pasaron de ser la piedra en el zapato del poder a quitársela ellos mismos en cuanto entendieron que descalzarse era más cómodo. ¿Para qué pelear y pasar un mal trago en vez de negociar un acuerdo de mínimos? ¿A quien se le ocurre ir de rebelde con causa cuando puedes compartir pancarta con la Ministra de Trabajo? Entre cesión y cesión se acostumbraron a la alfombra en lugar del asfalto, más preocupados por su propia supervivencia que por la de los currelas.

Insisto. En España. Los sindicatos made in Euskadi darían para un artículo por otros derroteros.

Evidentemente, la dependencia económica del Estado no ayuda. Y si el Gobierno es de izquierdas, o eso dice mientras con la mano derecha firma un envío de armas a Israel, todavía menos. En 2023, UGT y CCOO recibieron más de 50 millones de euros en subvenciones. Como para criticar yo que sé qué. Mejor hacer un retiro en una casa rural, con team building y barbacoa, y elegir bien las batallas que pelear.

Y así ha ocurrido. Desde que el PSOE destronó a ese señor que para nada es M. Rajoy, pero se le parece tanto como su propio reflejo en una charca porcina, parece haberse impuesto la ley del silencio. No hace falta un catálogo de agravios. Con dos ejemplos basta. 

El poder adquisitivo se despeña mientras nos venden una economía "en forma": mutis por el foro. La edad de jubilación sube: ¿perdona, qué decías? Ahora bien, PP, Vox y Junts per Catalunya se conchaban para tumbar los descuentos al transporte público. Y ahí sí, a convocar manifestaciones y liarla parda.

Por supuesto, lo que ha hecho el trío lalalá es miserable. Pero… ¿de verdad esta es la primera gran pelea que los sindicatos deciden liderar? ¿No hubo oportunidades antes? ¿Que nos quieran tener trabajando hasta que la cadera haga "crack" al cambiar el tóner no lo merecía?

En 2023, UGT y CCOO recibieron más de 50 millones de euros en subvenciones

En Francia, cuando Macron intentó lo mismo, el país entero ardió. Porque los gabachos tienen muchas cosas malas, y además nunca les perdonaremos lo de las fresas, pero hay que reconocerles algo: allí, sindicatos y ciudadanos salen a la calle gobierne quien gobierne si el poder va a pasarse de frenada. Trenes bloqueados, carreteras cortadas, montañas de basura acumulándose en las calles. No es bonito, pero funciona. 

Aquí, en cambio, ¿dónde está la indignación organizada? ¿Dónde la huelga general que debería paralizar el país, la presión constante, el "esto no va a quedar así"? En algún rincón de un comité, tal vez en una hoja de ruta perdida entre cafés de cápsula y reuniones interminables, porque en la calle no.

La pasividad sindical tiene consecuencias. Cuando los que deberían liderar la protesta callan o actúan de forma selectiva, se suma un ingrediente más para terminar de rematar la receta: una sociedad anestesiada, idiotizada, como los zombies de Walking Dead en el capítulo tres mil, incapaz de canalizar su enfado en acciones con sustancia.

La gran protesta de nuestro tiempo es el "buah, tía" en un chat de grupo, el "qué vergüenza" bajito en el office, el hilo de Twitter que nadie lee entero. Nos hemos acostumbrado a quejarnos sin hacer ruido, al cabreo que no molesta ni transforma.

Además, como los sindicatos ya no pueden arrancarse ni a tiros la imagen de estructura burocrática que funciona por una mezcla de inercia e interés, están perdiendo credibilidad y confianza a marchas forzadas. En España, menos del 20% de los trabajadores está afiliado a uno. Por Suecia o Dinamarca, para hacernos mejor a la idea y porque las comparativas son encantadoramente odiosas, la cifra supera el 60%.

Eso sí, los sindicatos siguen liderando la negociación colectiva como si nada, en nombre de millones de personas que no les han ofrecido su respaldo. Tan panchos.

Como los sindicatos ya no pueden arrancarse ni a tiros la imagen de estructura burocrática que funciona por una mezcla de inercia e interés, están perdiendo credibilidad y confianza

Y luego está otro pequeño detalle que se nos suele pasar. Los sindicatos todavía se manejan bien en la gran empresa, fábricas donde la clase trabajadora se cree media porque al fin vive en un bajo con jardín que parece chalet pero no. Ahora bien, España es fundamentalmente un país de pymes y autónomos, y eso de meterse en el barro de las pequeñas organizaciones no compensa.

Total, que al final... ¿quién gana en este terreno? La resignación, la ultraderecha, el individualismo salvaje del "sálvese quien pueda". Porque cuando no hay sindicatos presentes y fuertes que canalicen el malestar y luchen por los derechos colectivos, la protesta se privatiza: cada uno se las apaña como puede.

Se negocia una subida de sueldo a puerta cerrada, se cambia de empresa en silencio, se aguanta lo que haga falta con la esperanza de que no venga alguien peor, mientras la suspicacia y los bollos de máquina intoxican el ambiente en la oficina. Que baje Dios y lo vea.

Y así va pasando la vida, en la queja de barra de bar, la rabia estéril, en el "es lo que hay".

España es fundamentalmente un país de pymes y autónomos, y eso de meterse en el barro de las pequeñas organizaciones no compensa

Dicho esto. No es que los sindicatos deban desaparecer. Que nadie se me confunda. Al revés. Tienen la obligación moral de salir de la ciénaga, pasar por unas cuantas sesiones de oxigenoterapia y reinventarse. Recuperar su capacidad de movilización, su independencia y conexión con los trabajadores. Se lo deben a ellos mismos. Nos lo deben a todos nosotros. Porque, si no podemos confiar en quienes asumieron la misión de defendernos, ¿quiénes lo harán?

Tenedlo claro. Como sigamos dejando que las injusticias pasen sin respuesta, nos espera una precarización aún mayor. Por eso la pregunta, una más, no es si necesitamos sindicatos. Es qué tipo de sindicatos queremos. Y arremangarse.

No sé, quizá sea mucho pedir. Visto lo visto, por la evolución de los acontecimientos, lo narcotizados que estamos, por la deriva que llevamos, la cosa pinta fea. Ahora bien, alguien tiene que seguir por aquí para recordar que los derechos no caen del cielo, ni se heredan como la vajilla de la casa del pueblo. Que lo que no se defiende, se pierde.

Y si los de arriba empujan y los de abajo siguen parados con un palo en el culo, continuarán aplastados los mismos desgraciados de siempre.

Eso lo sabía bien Joe Hill, revolucionario y poeta. Sus últimas palabras, justo antes de que le pegaran un tiro: "No lloréis por mí, organizaos".