Kit de emergencia emocional Pixabay
El kit de emergencia que más necesitas
El verdadero apagón no fue eléctrico, fue emocional
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Aquí, en Euskadi, fue poca cosa. La luz dijo ciao a mediodía y volvió casi antes de que el arroz que no se pasa hiciera bola. Pero en buena parte de España, el apagón se alargó lo suficiente como para revelar una gran verdad: cuando cae la electricidad, hay algo mucho más frágil que empieza a hacer cortocircuito.
Y no, no lo habíamos visto venir.
Quiero decir. Pasaron cosas previsibles. Compradores compulsivos de papel higiénico y latas de atún. Nostálgicos de saldo romantizando el desastre. “Qué ilusión encender el transistor”. “Viva el vino, las mujeres y el cash”. Nervios por perder la pechuga de pollo congelada desde febrero. Ese tipo de conductas humanas que una procura entender, aunque no pueda evitar reírse un poco.
Pero lo que de verdad desató el modo pánico fue otra cosa. El fin de la batería del móvil. Verlo agonizar lentamente, como una fogata en un funeral vikingo. O, peor aún, confirmar que importaba poco si lograba aguantar un rato más vivo porque empezó a fallar la cobertura. Acabáramos.
Lo dramático, lo verdaderamente trágico, fue no poder comunicarse por WhatsApp. Ni subir stories al momento relatando la agonía. Un día entero ausente de likes. Sin saber si alguien seguía ahí, al otro lado, pendiente de lo mismo que tú. O, qué narices, pendiente de ti.
El verdadero apagón no fue eléctrico. Fue emocional. Una desconexión forzada que bloqueó las notificaciones de afecto. Un fallo en el servidor de nuestra autoestima digital.
El verdadero apagón no fue eléctrico. Fue emocional. Una desconexión forzada que bloqueó las notificaciones de afecto
Curioso. Nos gusta pensar que somos gente dura. Herederos de quienes sobrevivieron a guerras, dictaduras, leche en polvo y Cola-Cao con grumos. Pero resulta que basta que caiga Internet para que nuestra identidad, y el sentimiento mismo de pertenencia, empiece a dar bandazos.
¿Quién soy si no puedo actualizar mi estado? ¿Dónde demonios está mi tribu cuando nadie responde con un sticker? Sin el cordón umbilical tecnológico, mucha gente se sintió más desamparada que sin agua caliente. Más sola que Robinson Crusoe en la isla esa.
Síndrome de abstinencia afectiva. Eso es lo que sufrió el personal. Del smartphone, obviamente. Ese tótem que llevamos en el bolsillo y al que confiamos sin reparos nuestros vínculos, nuestra diversión, nuestras miserias disfrazadas de stories felices. Ese oráculo portátil al que rezamos cada mañana para recordarnos quiénes somos. O qué queremos parecer.
Tiene gracia porque, durante el confinamiento de 2020, nos hiperconectamos. Saturamos los directos de Instagram, los Zoom con fondo de biblioteca y las videollamadas que eran excusa para beber vino en pantuflas. Creímos a pies juntillas que la tecnología podía sostenernos. Vaya trola.
Resulta que basta que caiga Internet para que nuestra identidad, y el sentimiento mismo de pertenencia, empiece a dar bandazos
La psicóloga Sherry Turkle lo dijo antes de que se hiciera tendencia: confundimos conexión con conversación. Nos acostumbramos a hablar a través de pantallas, pero empezamos a dejar de mirar a los ojos.
Y cuando se fue la luz, y con ella la señal, muchas personas sintieron una punzada rara en el pecho. La que asalta cuando falla una comunidad que, a demasiados ratos ya, es más digital que presencial. Se apagó el router del mundo y descubrimos que nos estamos quedando sin plan b.
Me explico. La Comisión Europea nos recomendó, de irse el planeta temporalmente a pique, tener a mano pilas, hornillo portátil, latas de fabada y radio de manivela para escuchar a algún locutor triste desde una cueva. Todo muy útil. Pero nadie habló de lo verdaderamente esencial: la red humana.
No la de fibra óptica, sino la otra. La que te recoge cuando literalmente caes. La que no te manda un mensajito, sino que aparece con una botella de Garnacha revoltosa. Esa que no se compra por Amazon, ni esperas tras el doble check azul. La que, si dejas de cultivar, podría venirse abajo. Y quizá no vuelva al reiniciarse la corriente.
Nadie habló de lo verdaderamente esencial, la red humana
Por eso, yo propongo otro kit. Menos tangible, pero mucho más urgente. Uno que no se vende en la panadería ni aparece en las recomendaciones de Bruselas. El kit de emergencia emocional. Porque cuando todo se apaga, no basta con pilas y bidones de agua. Hace falta gente. Presencia real.
Y esto es lo que debería incluir. Vecinos que pregunten si va todo bien, solo porque te vieron cara triste. Abrazos sin cita previa. Sofá mullido y manta compartida. Personas que se queden cerca, a un tiro de piedra, incluso cuando no hay nada que añadir.
No quiero ponerme nostálgica, pero antes valía con gritar desde la ventana o tocar el timbre del primero. La malla de afectos era absolutamente física, espontánea hasta la náusea. Hoy tenemos grupos de Telegram con tropecientas personas, pero no siempre a quién llamar si tiembla el suelo.
Internet nos regaló miles de vínculos, sí. Pero, como explica el sociólogo Robert Putnam, son peligrosamente superficiales. Tanto, que al final consiguen el efecto contrario: disparar la sensación de aislamiento.
Hoy tenemos grupos de Telegram con tropecientas personas, pero no siempre a quién llamar si tiembla el suelo
Nos prometieron borrar distancias a golpe de clic, mientras la soledad se disfrazaba de compañía digital. Y empezamos a dejar de invertir esfuerzo, del de verdad, el que requiere sudor y tiempo. Audio de un minuto para la amiga que se acaba de divorciar y a otra cosa. Expertos en redes sociales, desconectados de la red humana.
No sé, seguramente quiero decir que sí. Que las cosas pintan lo suficientemente feas como para montar un ultramarinos en casa. Pero, antes que eso, deberíamos de empezar a darle importancia a lo que hemos dejado de lado sin darnos cuenta: esos puentes que empezamos a romper por rutina, por estrés, por este individualismo atroz que nos acecha, por pura desgana.
Porque si alguna vez el mundo colapsa de verdad, lo que nos salvará no será el abrelatas. Será alguien al otro lado de la puerta diciendo: “¿Te hace falta algo?”.