Mi abuelo tenía tres pasatiempos preferidos: recorrer cada día el triángulo panadería-peluquería-frontón, hablar con desconocidos en el autobús y vigilar obras. Los dos primeros eran muy suyos. El de plantarse delante de la valla, universal.

A veces me pregunto si el término afición hace justicia a ese impulso de ejercer de capataz sin salario, ni uniforme, ni bocata en el almuerzo. O si deberíamos de hablar de rito de paso, instinto generacional, una especie de codificación genética que se activa al comenzar a menguar la espalda. Tú dirás.

Por eso, me llamó la atención leer el otro día lo siguiente. Y es que en algunos pueblecitos de Italia han institucionalizado esta liturgia. Les dan chaleco reflectante, credencial, seguro de accidentes, incluso nómina según qué localidades, y voilá: los 'umarell' quedan homologados.

Sufrimos la tiranía de la juventud, humedad silenciosa que lo cala todo. Y así pasa lo que pasa. No es solo que según vas envejeciendo te vuelvas invisible en el mercado laboral

De primeras, la idea me pareció hasta bonita. Un acto de justicia poética en esta época de edadismo feroz. Decirle al mundo que la experiencia cuenta y la memoria es un tesoro. Reconocer de manera explícita a una generación a la que hemos ido arrinconando.

Sufrimos la tiranía de la juventud, humedad silenciosa que lo cala todo. Y así pasa lo que pasa. No es solo que según vas envejeciendo te vuelvas invisible en el mercado laboral. Además empiezas a serlo en la vida, dentro de un sistema que rinde culto a lo novedoso.

O sea, eres la edición de bolsillo de un gran clásico con la portada de siempre. Pero lanzan una tapa con la cara del actor que ha hecho la peli y ahí te quedas.

Lo peor es que esa pérdida del hype, que se dice ahora, no es sensación personal. Es un veredicto que lanza el mundo. Y no llega vía burofax. Se concreta en el guion del día a día. A través de gestos aparentemente inofensivos o bienintencionados. Sin darnos cuenta, por cierto, de que estamos cavando la trampa en la que algún día todos caeremos. 

Es un veneno que se administra en pequeñas dosis. El "no te preocupes, ya lo hago yo" que invalida. Ese hablarles con más azúcar que un chupachups, bajo la ridícula premisa de que las canas son un billete de ida a la estupidez.

La condescendencia con la que nos referimos a “nuestros” mayores, como si fueran propiedad colectiva y no personas con biografías fascinantes. El paternalismo para explicar un planeta que ellos mismos construyeron.

Les colgamos la etiqueta de "clase pasiva" y, para qué engañarnos, solo la quitamos cuando su actividad nos beneficia directamente.

Y es justo ahí donde la noticia italiana me empieza a sonar menos encantadora. Cuando se convierte en prueba de cargo.

La verdadera grieta de todo este asunto está en la sutil pero profunda diferencia entre el valor de ser y el de servir. Les negamos sistemáticamente el primero, esa dignidad intrínseca que la mochila de la vida ya debería garantizar. Y les concedemos el segundo, sí, pero de forma condicional.

Es decir, tenemos un interruptor que controlamos nosotros y lo ponemos en modo on mientras su agenda se pueda alinear con la nuestra. Cuando cuidan, cuando avalan, cuando resuelven.

Sin complejos, como quien no quiere la cosa, pulsamos botón y les asignamos la equipación para su tarea. Aquí no es la de 'umarell', pero tenemos otras informalmente institucionalizadas, sin sueldo, con expectativas claras y responsabilidades muy bien definidas.

Existe la plaza de Gerente de Logística Infantil para tardes, fines de semana y veranos; un puesto que, eso sí, viene con evaluación de desempeño a traición: exige disponibilidad a voluntad, pero incluye duda constante sobre la capacidad del cuidador y crítica permanente por consentir.

También está la figura del Chef Ejecutivo del Tupper Casero. Su variante Servicio de Catering a Demanda. Y, por supuesto, el Director Financiero Familiar, especialista en préstamos sin interés. 

Para eso se les quiere, y mucho. Para limpiarles el culo o atender la historia que han contado cinco veces, ya no tanto.

No sé, seguramente mi reflexión nace de un cóctel de sensaciones algo indigesto. Me acongoja la velocidad con la que desechamos todo, desde un teléfono hasta las personas. Y cómo usamos a la gente mayor según conveniencia, envolviéndola en eufemismos bastante más patéticos que la franqueza del sustantivo “viejo”. Tercera edad, seniors y palabrejas así.

No puedo evitar preguntarme si dentro de unos años dejará de haber señores vigilando por gusto asfaltados y ladrillos. Si son una especie en extinción

También me avergüenza formar parte de una sociedad que valora lo productivo en el sentido más asquerosamente capitalista de la palabra. Desterramos a quienes ya no podemos seguir ordeñando. O les buscamos distracciones para anestesiar su soledad y, de paso, aliviar nuestra conciencia.

Por cierto. No puedo evitar preguntarme si dentro de unos años dejará de haber señores vigilando por gusto asfaltados y ladrillos. Si son una especie en extinción. A fin de cuentas, quienes aún nos creemos jóvenes estamos perdiendo la capacidad de mirar, simplemente mirar, por culpa de una zanja muy distinta: la que excavamos con nuestros pulgares en la pantalla del móvil.

Me refiero a ese agujero negro que no solo monopoliza nuestra atención. También alza un muro, como el de Invernalia o el de las lamentaciones pero en digital. Tan firme, tan omnipresente, que cada vez nos cuesta más levantar la vista y entregarnos a la contemplación de lo que de verdad merece la pena: el abierto por obras de la vida.

Pero esa es otra historia.