Donald Trump está dando una lección de historia al mundo, sin pretenderlo, claro. Una lección que consiste en mostrar cuán efímera y delicada es la libertad. Se habla estos días mucho, en diferentes claves, incluida la humorística, de la primera enmienda a la constitución de Estados Unidos, la que prohíbe establecer una religión oficial y limitar la libertad de expresión y de prensa.

La presión sobre ABC para que suspendiera un programa incómodo para el Gobierno, que se suma a otras amenazas a todos los medios “izquierdistas” por parte del presidente mismo, están mostrando cómo la libertad es tan delicada que puede ser víctima de sí misma.

Es curiosa y particular la historia constitucional de Estados Unidos, pues ha consistido en un doble juego: por un lado, cada vez que una necesidad social de envergadura se ha presentado, en vez de un nuevo proceso constituyente es el legislativo quien enmienda la constitución y, por otro lado, esas enmiendas son interpretadas por el Tribunal Supremo que, a su vez, es designado por el presidente. En ese equilibrio de poderes, la primera enmienda, a pesar de su claridad expositiva, ha tenido un tortuoso devenir.

Históricamente, el Tribunal Supremo interpretó de manera restrictiva la primera enmienda, con numerosas excepciones

Parecería que no cabe, sino admitir, que dicha libertad es literalmente ilimitable, y nada más lejos de la realidad: históricamente, el Tribunal Supremo interpretó de manera restrictiva la primera enmienda, con numerosas excepciones.

Un ejemplo: hasta 1957 el Tribunal encontró plenamente constitucional perseguir y deportar extranjeros comunistas y socialistas por difundir sus ideas. Solo en los años sesenta del siglo pasado se produjo un giro hacia una interpretación más literal que amparaba de manera rígida la libertad de expresión y de prensa. Fueron sobre todo jueces considerados liberales quienes en los sesenta y setenta asentaron el principio de una libertad casi ilimitable, contra el criterio de los jueces conservadores.

Sin embargo, bajo predominio de jueces conservadores, o incluso ultra-conservadores, la enmienda ha sido interpretada de manera más radical en favor de la inconstitucionalidad de su limitación.

En casos como el activismo antiabortista, los mensajes publicitarios engañosos y, sobre todo, estos jueces conservadores han defendido el amparo de la primera enmienda

En casos como el activismo antiabortista, los mensajes publicitarios engañosos y, sobre todo, la financiación privada de campañas electorales, estos jueces conservadores han defendido el amparo de la primera enmienda: es contrario a la constitución amparar la privacidad de las mujeres que abortan y de los médicos que les ayudan; es inconstitucional limitar la libertad de expresión de las compañías en sus anuncios; es inconstitucional impedir a Elon Musk comprar votos en diferentes campañas electorales.

Recuerden que todo ello se ha defendido desde la jurisprudencia constitucional más conservadora en nombre de la libertad consagrada en la primera enmienda.

Esa es la libertad que reclamaba Donald Trump para poder difundir libremente cualquier tipo de bulo y es la libertad que aquí reclaman Vox y PP cuando se habla de regular de alguna manera la financiación pública de la prensa o la difusión de noticias falsas con fines políticos.

Para los liberales la frontera entre la libertad de expresión y el interés público es delicada y complicada; para los MAGA en EEUU, o aquí para Vox y PP, no lo es en absoluto porque su interpretación de la libertad proclamada en la primera enmienda funciona en ambas direcciones.

Quien reclamaba poder propalar bulos o insultar sin tasa en los medios, ahora se dispone a limitar esa misma libertad en sus contrincantes, como ya hizo antes Viktor Orban en Hungría al punto de casi extinguir la prensa opositora

Es lo que estamos contemplando estos días: quien reclamaba poder propalar bulos o insultar sin tasa en los medios, ahora se dispone a limitar esa misma libertad en sus contrincantes, como ya hizo antes Viktor Orban en Hungría, al punto de casi extinguir la prensa opositora.

Curiosamente, para ello se vale Trump de la Federal Communications Commission (FCC), una institución creada en 1934 y que en 1949 adoptó el principio de que su misión era asegurar que los medios de comunicación ofrecieran siempre diversos puntos de vista sobre cuestiones socialmente controvertidas (Fairness Doctrine). Doctrina que en 1987 Ronald Reagan (cuyo retrato está ostensiblemente presente en el despacho oval) convenientemente suprimió en el momento en que comenzaba la televisión por cable.

En manos de un radical de derechas como Brendan Carr, la FCC funciona como una institución censora que utiliza la investigación contra políticas de igualdad, integración y diversidad (la gran bestia woke) para amenazar o cerrar medios de comunicación incómodos para el gobierno de Donald Trump, como ya ha hecho con las universidades.

He ahí el final del recorrido que la libertad consagrada en la primera enmienda tiene para la extrema derecha y, en realidad, el final de la primera enmienda misma. Nadie mejor que Jon Stewart ha sabido caricaturizar esta triste desembocadura de una libertad que fue tan preciosa como delicada y efímera, la libertad de expresión y de prensa. Busquen (mientras puedan) el vídeo de su programa en Internet: eso es lo que hay.