Ya estamos de nuevo aquí. Ha comenzado septiembre y con él un nuevo curso lleno de proyectos que emprender, buenas intenciones, retos que volver a retomar y problemas que siguen sin resolverse después de este merecido descanso vacacional. Volvemos a las prisas, a la aceleración, a las urgencias sin saber muy bien el motivo, a confundir lo urgente con lo importante y, en definitiva, a intentar dar nuevas soluciones usando las mismas fórmulas.

Podría haber dedicado este primer artículo del curso a hablar de cualquiera de las cuestiones que han sido actualidad y que merecen reflexiones de calado, como el caso de los incendios, tan estrechamente relacionados con el cambio climático del que tanto hablamos en esta columna.

Sin embargo, estas vacaciones he realizado un viaje a uno de esos países que algunos llaman del tercer mundo, que está en unos de los últimos puestos del planeta en su nivel de desarrollo humano, y me he dado cuenta de lo mucho que tenemos que aprender de su forma de enfrentar los problemas y, en definitiva, de vivir y convivir con su entorno. Así que, con su permiso, les voy a introducir en la filosofía malgache del “mora, mora” (poco a poco).

Índices de pobreza elevadísimos, altos índices de corrupción que hace que sus importantes recursos naturales no sirvan para el desarrollo vital de su población, problemas de sanidad, etc.

Madagascar es una isla en medio del Océano Indico que comparte muchos de los problemas de otros países africanos. Índices de pobreza elevadísimos, altos índices de corrupción que hace que sus importantes recursos naturales no sirvan para el desarrollo vital de su población, problemas de sanidad, etc. A todos ellos hay que añadir los derivados del cambio global que provoca que cada vez sean más frecuentes y destructivos los ciclones que sufre con cierta regularidad.

Evidentemente, sus más de 30 millones de habitantes afrontan una vida con muchísimas más carencias y dificultades que nosotros, con unas infraestructuras que hacen que se tarden más de 5 horas en recorrer menos de 200 km o que la luz y el agua potable no llegue a muchos de sus núcleos de población.

¿Y qué podemos aprender de un país que ocupa el puesto 183 en el índice de desarrollo humano? Lo primero, su resiliencia, su enorme capacidad de sobreponerse a las adversidades y de buscar soluciones eficientes a los problemas que surgen. En nuestro viaje por la isla nos encontramos con varios puentes totalmente destruidos por la fuerza de ciclones que habían pasado en la época de lluvias, eso no impedía que unos metros más allá ya hubieran construido pasos habilitados que utilizaban ahora en la época seca e incluso, en plena época de lluvias, los coches ya atravesaban el cauce gracias a plataformas flotantes construidas con 2 barcas que habían unido con una plataforma.

Los recursos que tenemos aquí son infinitamente superiores, pero nos falta mucho de su imaginación y su simplicidad para afrontar estos problemas

Ya me gustaría a mí que empresas de nuestro primer mundo habilitaran con tanta imaginación y habilidad soluciones tan rápidas en sus particulares crisis. Sin duda alguna, los recursos que tenemos aquí son infinitamente superiores, pero nos falta mucho de su imaginación y su simplicidad para afrontar estos problemas.

Otra de las cuestiones que llama poderosamente la atención en Madagascar es el continuo bullicio de las calles de sus ciudades y pueblos. Mientras aquí llevamos ya décadas preocupándonos por el declive de nuestros centros urbanos y el cierre de miles de comercios, allí en cada esquina hay un negocio abierto y la vida transcurre en la calle. Puedes encontrar de todo y hablar con todo el mundo, la gente camina, no corre, mira a los ojos, sonríe y se generan espacios de encuentro multigeneracionales.

Quizás tengamos que volver a pensar en el lado Norte del hemisferio que sociedad estamos generando con nuestra afición desmedida por las compras online, que está siendo una espada de Damocles para el comercio de nuestras ciudades, y volver a conquistar nuestras calles y plazas, porque, si están vacías, pierden su principal función, que no es otra más que la de conectar y propiciar el desarrollo de sociedades más cohesionadas, comunidades que se apoyan entre ellas y, por tanto, mucho más resilientes y resistentes.

En vez de pasar horas con la cara pegada a una pantalla de móvil sin socializar ni con las personas más cercanas

Es en esas calles y lugares de Madagascar donde se ven niños felices, jugando con un barco de madera en la orilla del mar, o un diábolo en la arena, practicando el fútbol y corriendo con sus amigos, en vez de pasar horas con la cara pegada a una pantalla de móvil sin socializar ni con las personas más cercanas.

Que bien nos vendría en este comienzo del nuevo curso un poco de “mora mora”, de reposar nuestra agitada vida diaria, de pensar las cosas antes de hacerlas, de compartir y colaborar con las personas con las que convivimos, de generar espacios de relación para empatizar y conocer mejor a nuestros vecinos.

Sé que probablemente, en unos pocos días, incluso en unas horas, la realidad estallará en mi cara y al igual que muchos de ustedes volveré a sumergirme en la sociedad de las prisas, pero déjenme que al menos esta semana reivindique esa necesidad de volver a los básicos, de pensar si la solución a nuestros problemas es seguir corriendo o si, por el contrario, es pararse, reflexionar y cambiar nuestra forma de ver el mundo. Las cosas llevan su tiempo y no nos vendría mal, también aquí, practicar más el “mora, mora”.