En una reciente intervención pública en la Berlinale, Steven Spielberg afirmó que una de las cosas que ha aprendido a lo largo de su vida es que para hacer cine tienes que tener un buen guión. Parece una obviedad, pero no lo es. Desde la segunda mitad del XIX –en la que coinciden y se oponen naturalismo y simbolismo– el teatro ha girado en torno a lo que Schopenhauer designaba como “representación del aspecto terrible de la vida”. ¿Qué es eso tan terrible? Lo terrible es lo irremediable: la muerte y el hecho de ser hablante.
Para Aristóteles, la fábula era el argumento o el resumen de la historia, que presenta una secuencia de acciones. Tiene que tener un principio, un medio y un fin. El criterio de belleza tendría relación con el orden de los elementos. Hace tiempo que sabemos que la fábula ha desaparecido en parte del hecho escénico para dejar paso a fragmentos, a veces inconexos. Sería muy categórico corroborar la tesis sobre la crisis – o incluso la muerte – del drama, pero algo ha cambiado. Y no sabemos adónde vamos. Heiner Müller lo explicaba así: “No creo que una historia que tenga “principio y fin” pueda seguir dando cuenta de la realidad”. La realidad nos supera. Y una manera de afrontar la crudeza de lo real es la autoficción.
La verdad solo es posible mediante una exhibición impúdica del dolor. La subtrama más difícil y honesta es la que se centra en la madre de Sam, enamorada del mejor amigo de su marido
Spielberg hace en 'The Fabelmans' una película íntima, un ejercicio auto-ficción, y por lo tanto, una ingeniería del “yo”. La palabra “auto-ficción” es un neologismo creado en la década de los setenta del pasado siglo por el crítico literario Serge Doubrovsky para designar su propia novela, titulada “Fils”. El autor afirmó que “la autoficción es una ficción de acontecimientos y de hechos estrictamente reales”. Como bien explica Sergio Blanco, “la autoficción nos permite deslizarnos por un trauma insoportable a una trama que puede soportarlo todo”. Quizá la cinta de Spielberg sea una película para cinéfilos, como sucedió con 'Dolor y gloria' de Almodóvar. Esta ingeniería del “yo” solo es posible pensando contra uno mismo y poniendo los prejuicios encima de la mesa.
La verdad solo es posible mediante una exhibición impúdica del dolor. La subtrama más difícil y honesta es la que se centra en la madre de Sam, enamorada del mejor amigo de su marido. ¿Ha sido fácil para Spielberg realizar este film? Compruebo que sus padres fallecieron recientemente. La madre en 2017 y el padre en 2020, con 103 años. No creo que sea casualidad. Nada lo es en la dramaturgia. ¿Se atrevería Spielberg a hacer este film con sus padres vivos? Lo dudo. ¿No habrá incomodado Spielberg a sus hermanas? ¿No se habrá autocensurado en algunos momentos? Muy relevante es también la subtrama que hace referencia al infame antisemitismo del que el propio autor fue víctima en el Instituto.
'The Fabelmans' es la historia de un niño que descubre un mundo nuevo a través del cine. Muy pronto queda fascinado por las posibilidades que una cámara le ofrece. Puede mirar el mundo, detenerlo, montar la película artesanalmente. En definitiva, ese niño comprende que puede ordenar el caos que supone lo real. Los trenes se chocan una y otra vez. En el fondo, como explicaba Walter Benjamin, en la era de la reproductividad técnica, más que el objeto, lo que adquiere valor es la reproducción de ese objeto. El niño, llamado Sammy, juega con el tren eléctrico que le regaló su padre. Pero cuando su madre le permite usar la cámara, el niño descubre que los trenes podrán chocarse y que luego él podrá proyectar ese choque una y otra vez. El tiempo se detiene. Y lo que descubrirá poco a poco es que más que el choque en sí, lo verdaderamente único será la mirada con la que él mismo filma ese choque.
Siempre he pensado que todo acto creativo tiene un sustrato subversivo. El sujeto que decide crear asume trágicamente la confrontación con lo real. Esa confrontación surge del deseo de ordenar el cao
El tiempo en la vida real, sin embargo, no puede detenerse. Y el joven Sammy Fabelman continúa creciendo. Su padre entiende que el cine es un pasatiempo. Nada más. Pero Sammy no se resigna pues sabe que el cine es su vida. Sabe que no hay otra opción, que tendrá que solventar todas las intemperancias, todos los obstáculos. Cuando el hermano de su abuela acude a visitarlos, hay un momento en que le explica al joven Sammy que si quiere ser artista, tendrá que renunciar a muchas cosas. Sufrirá. Y sin embargo, si renuncia a su pasión, sufrirá aún más. Como los personajes de las grandes tragedias, el héroe podrá tomar una decisión, pero todas las opciones conducirán al desastre. El viejo pariente sabe que Sammy quiere a su familia pero que, inevitablemente, ama aún más al cine. En una secuencia de la película aparece David Lynch interpretando a John Ford. Es un momento hermoso, donde una generación dará paso a otra. Cuando Spielberg se introduce profesionalmente en el séptimo arte, el sistema de estudios ya llevaba tiempo en declive. Estamos ante el cine postmoderno: el director se convierte en productor. Spielberg, Lucas, Coppola y Scorsese reinventaron el cine.
Siempre he pensado que todo acto creativo tiene un sustrato subversivo. El sujeto que decide crear asume trágicamente la confrontación con lo real. Esa confrontación surge del deseo de ordenar el caos. Los elementos se mezclan y es imposible saber ya qué es real y qué es falso. Probablemente todo sea real y falso a la vez. Poco importa ya. Sin embargo, ese deseo de trasgresión es lo que mantiene vivo al artista. Así quedará atento, implacable, dispuesto a disparar contra el mundo. Renunciar al deseo conduce a la depresión. Lo humano es el espacio para la invención, la imitación, la capacidad de recurrir a lo simbólico sin miedo a las censuras y cancelaciones. Si no hay catarsis, habrá psicosis.