Las citas electorales tienen propensión a generar propuestas encaminadas a la caza y captura del voto, sobre todo en aquellos caladeros donde hay más masa social, que se puede traducir en un número importante de posibles votantes, dispuestos a comprar proyectos o consignas especialmente populares, y en la mayoría de los casos, no exentos de demagogia.
Hoy vamos con una de estas apuestas de calado para quien la formula, y de fácil compra por parte de quien las escucha: la semana laboral de cuatro días.
La verdad es que suena de maravilla, trabajar cuatro días y descansar tres. Ya que estamos, podíamos invertir el proceso y descansar cuatro para trabajar tres, y así hasta dedicarnos exclusivamente al asueto.
El debate es ya bastante viejo y sobre el mismo se acumulan experiencias de todo tipo, pero vuelve a estar en primera línea al proponer la Vicelehendakari segunda y consejera de Trabajo y Empleo del Gobierno Vasco, Idoia Mendia, un ensayo con empresas, prueba sobre la que previamente se debatirá en la Mesa de Diálogo Social, en la que participan patronal y sindicatos.
El anuncio de un proyecto, que en todo caso no vería la luz hasta el 2024, ya apunta maneras, porque la iniciativa partiría de la premisa de que la reducción de días laborables, no incluiría ni reducción de salario, ni incremento de horas a repartirse entre los días trabajados. En resumen: trabajar menos y cobrar lo mismo. A ver quién es el guapo que no se apunta a eso. Yo desde luego, me apunto, y como yo el común de los mortales. Hay que ser muy raro para no aceptar algo así ¿verdad?
Está probado y ensayado en diferentes países, y en diferentes empresas, con resultados desiguales. Está tan ensayado que se pueden adelantar los pros y los contras de la implantación del modelo.
La realidad es un poco diferente, y el proyecto que nos plantean tiene historia. De hecho está probado y ensayado en diferentes países, y en diferentes empresas, con resultados desiguales. Está tan ensayado que se pueden adelantar los pros y los contras de la implantación del modelo.
Entre los pros: hay quien apunta a la mayor productividad, si bien no se da en todos los casos; se produce y esto no es discutible, una mayor conciliación al disponer de más tiempo libre; la medida es positiva para algo tan importante como la atracción y retención del talento por causas evidentes; y en muchos casos, se da un ahorro para el empleado al evitar desplazamientos.
Si nos fijamos en los contras, aparecen los siguientes: coste para la empresa. En tanto en cuanto se mantiene el salario, el empleado resulta más caro; la gestión de equipos resulta más compleja; reducción del salario en aquellos casos en los que se produce, y pérdida de competitividad.
Como puede verse e intentado ser objetivos, la cuestión tiene luces y sombras que deben valorarse en cada caso, para cada sector y para cada una de las empresas que configuran el mercado laboral.
No podemos olvidar que uno de los objetivos del planteamiento inicial no era otro, aunque ya se va diluyendo, que conseguir generar nuevos empleos, con el fin de hacer un reparto del trabajo más equitativo. El reto es loable, pero evidentemente debe pasar por la reducción del salario de aquellos que se acojan a la medida. No se generarán nuevos empleos, no habrá reparto del trabajo, si reduciéndose la jornada se mantienen lo salarios. Eso sencillamente es inviable para la mayoría de las empresas.
Por otra parte hay sectores donde la aplicación del modelo de cuatro días semanales es especialmente complicado o directamente imposible. Pensemos por ejemplo en la hostelería o en el comercio. Ya no concebimos el cierre de este tipo de establecimientos y sabemos las condiciones en las que se trabaja.
En definitiva, que se abre de nuevo un melón que no es nuevo, y que se pone encima de la mesa en sospechosas circunstancias electorales, cuando el objetivo se fija a medio plazo. Igual convendría hacer una valoración en profundidad de las ventajas e inconvenientes del modelo y de la actual situación económica, antes de lanzar las campañas, perdón las campanas al vuelo, y ponernos un caramelo en la boca, que en lugar de endulzar, nos acabe amargando. No vaya y sea que el asunto nos provoque un conflicto en una mesa de diálogo social, donde las tensiones son más que manifiestas.