Es habitual, y cierta, la afirmación de que España es uno de los países políticamente más descentralizados de Europa. Tanto la constitución de 1978, como los estatutos de autonomía (sobre todo tras sus reformas a comienzos del presente siglo) así como la doctrina del Tribunal Constitucional han consolidado una serie de poderes territoriales de una considerable entidad. Es cierto también que la doctrina del TC ha limitado notablemente la expansión competencial de algunos gobiernos autonómicos con vocación claramente confederal, pero sin diluir el principio de que los territorios, a través de su constitución como comunidades autónomas, tienen un poder genuino. Un ejemplo recientísimo que muestra ese músculo territorial en nuestro sistema lo ofrece el anuncio estelar del Gobierno de España de poner en circulación 50.000 viviendas del banco malo (somos también país de eufemismos). La realidad es que lo hará solamente si las comunidades autónomas se muestran dispuestas a ello, puesto que suya es la competencia de política de vivienda.

La existencia de poderes territoriales en España, salvo por lo que hace al País Vasco y Navarra, es tan reciente como el actual sistema constitucional. Con anterioridad al mismo, y salva la limitada experiencia de la Mancomunidad Catalana y los gobiernos autónomos de la II República, en España había básicamente poderes locales. Que los territorios tengan un poder genuino, derivado de la propia constitución y de sus estatutos, es una de las innovaciones más notables en nuestra historia constitucional. 

Es cierto, como se ha señalado repetidamente, que ese sistema ha conllevado la consolidación de auténticos contrapoderes con capacidad de condicionar y en alguna ocasión, como en septiembre y octubre de 2017, dislocar el conjunto del sistema constitucional. Casi un 36% de nuestro Congreso de los Diputados está formado por representantes de partidos con referencia territorial, pero históricamente han sido los partidos nacionalistas del País Vasco y de Cataluña los que más han podido influir en la formación de mayorías necesarias para gobernar (por supuesto, no gratis). 

Siendo esto palmario, no suele repararse tanto sobre otra de las herencias que nos dejó el proceso de conformación de la España autonómica. No siendo el nuestro un sistema federal (de hecho, la constitución lo descarta expresamente), la conformación de las comunidades autónomas respondió a criterios de lo más variopinto: si los nacionalistas en Cataluña y el País Vasco vieron el cielo abierto para hacerse con una nada despreciable parte del poder público en sus ámbitos de actuación, otro tanto cabe decir de los principales partidos políticos en otros tantos territorios. Es, por supuesto, la consecuencia necesaria del sistema: creas poder, alguien lo ocupa y lo usa. 

Pero no optar por un sistema federal significó también que ni se pensó en la posibilidad de que España tuviera una especie de distrito federal para las principales dependencias del gobierno. La Constitución, simplemente, constata la capitalidad de la ciudad de Madrid y la ley de Capitalidad y Régimen Especial de Madrid de 2006 es, justamente, todo lo contrario a la idea de un distrito federal. Para que ello fuera así, debería haberse desgajado la ciudad de Madrid de la comunidad autónoma del mismo nombre. En ese caso, seguramente lo que hoy es la Comunidad de Madrid habría continuado formando parte de alguna de las dos Castillas. 

Sin perspectiva federal, nuestro sistema permitió que se creara una comunidad autónoma en torno a la ciudad de Madrid en vez de haber creado un distrito federal con instituciones propias pero sin asignación específica a un poder territorial concreto. Esto es lo que se hizo en Bélgica en 1995 al dividir la provincia de Bravante en dos, segregando de ambas la capital. 

El hecho de que la capitalidad nacional se encuentre en una de las comunidades autónomas implica una inevitable distorsión del sistema general. Quizá su efecto más notable y paradójico es el hecho de que si el Estado en España está efectivamente descentralizado, Madrid genera por sí un impulso centralista que Díaz Ayuso ha sabido muy bien convertir en la identidad distintiva de Madrid. No le hace falta ningún concierto económico para ello porque le sobra con la potencia de tiro que le da el hecho de que la capital del Estado está en su comunidad autónoma, con todo lo que ello significa en términos económicos: el mayor nodo de comunicaciones, de servicios, de producción cultural y científica y de concentración empresarial. Para chuparse los dedos, pero también para pensarse si ese hecho no distorsiona el poder territorial en la España autonómica.