Primeras veces desde Sevilla
Esta semana he descubierto algo crucial sobre Sevilla. En Sevilla tienen el calor, como todo el mundo. La 'caló', cuando a los camarones les empieza a sudar el bigote. Y luego están los calores, que solo son soportables porque esto es demasiado bonito. Sí, ando por la ciudad del color especial, la dama del Guadalquivir, la joya del sur, el refugio de los azahares. De microvacaciones, además. Horneándome a 42 grados sin mar y con cruzcampos. Siempre he sido pelín masoquista, aunque en esta ocasión tenía buenas razones para tomar una decisión así. Y no me arrepiento. Estar aquí, ahora, es igualico a hacer el amor en la caldera de un barco de vapor. El aire asfixia, las calles queman, pero apenas hay turistas, porque la gente no está tan loca como yo, puedo explorar cada recoveco casi a solas y pensar que se colocaron para mí, guárdarmelos muy dentro y sentir la pasión de la primera vez.
En realidad, estuve en Sevilla hace casi una década. Lo que pasa es que ya no soy la misma. Por suerte. Gracias a las experiencias acumuladas desde hace un tiempito, algunas felices, muchas dolorosas, le di vueltas al coco, empecé a redescubrirme, consideré prioridades y al final supe qué iba a hacer: reconquistar la capacidad de asombro, de deleitarme en los detalles, de estrenar mirada con todo lo que no se hubiera marchitado ya y estuviera por venir. Esa determinación me está ayudando a vivir no “como si fuera el último día”, alegato Mr. Wonderful que me parece absolutamente estúpido, sino a procurar hacerlo como si fuera el primero.
Puede que mi nuevo conato de filosofía también suene a eslogan de taza de café con emoji sonriente, pero a mí me está funcionando y cuando me miro en el espejo hasta me veo más guapa. Vivir primeras veces que en realidad no lo son tantas veces como haga falta tiene su aquél, claro está. Eso sí, me compensa el esfuerzo porque resulta mucho más placentero y bastante menos estresante que andar pensando en qué hacer en caso de morir mañana. De verdad. Los finales nos apremian. Los comienzos ilusionan, reconfortan, dan calorcito del bueno. Al final, de lo que se trata es de valorar lo que se tiene y lo que llega. Y no dar nada por sentado.
En este mundo postmoderno, parece que hemos de tomar decisiones a la de ya entre un océano de opciones a tope de marejada, cosa que abruma, estresa y ahoga hasta perder la noción de lo vivido
Mi plan ahora mismo pasa por colmar de primeros besos a mi persona favorita, comer muchas primeras “papas con huevo” y cada vez que regrese al Alcázar volver a flipar con patios, azulejos y tapices. Al menos, intentarlo. Evidentemente, en el día a día el reto se torna complicadillo. Vivimos bajo el yugo de un sistema consumista y pragmático que a menudo prioriza la eficiencia y la racionalidad sobre la repetición de experiencias extraordinarias. Vamos de aquí para allá con una urgencia que nos roba la paz, el poder de la contemplación, la facultad de reconectar.
El psicólogo estadounidense Barry Schwartz ha explorado a fondo la "paradoja de la elección". En este mundo postmoderno, parece que hemos de tomar decisiones a la de ya entre un océano de opciones a tope de marejada, cosa que abruma, estresa y ahoga hasta perder la noción de lo vivido. En contraposición, este tipo ensalza eso de que “menos es más” y nos anima a simplificar nuestra existencia como quien limpia un lienzo saturado para revelar la obra de arte original. Ahí es cuando se calmarán las aguas, sacaremos la cabeza, podremos disfrutar de las elecciones tomadas y reconocer la belleza de las pequeñas maravillas cotidianas. Eso dice él.
Mi madre, que no es experta en conducta humana pero sí en amor, y eso es lo que cuenta, lo resume de otra forma: “viva la vida y sus momenticos”. Cada vez que nos contamos los humildes planes de fin de semana terminamos justo así, con un “viva la vida y sus momenticos”. Y entonces de fondo parece escucharse a Oscar Wilde en 'El ruiseñor y la rosa': "¡Ah, la felicidad depende de cosas tan pequeñas…!". Y sí, ahí está la clave, en la fuerza de lo diminuto, en todos esos matices que adornan el día a día sin apenas aspavientos, en la placita que aguarda una callejuela más allá de la Giralda, las risas con las amigas, el whatsapp de media tarde con un “hola, guapísimo”, la comida de domingo en familia, las caricias que hacen temblar.
Lo que quiero decir es que plantar cara a este sistema devorador, darnos tiempo y reevaluar nuestras necesidades nos ayuda a apreciar las pequeñas paradas del camino y vivir cada paso con la ilusión de la primera vez. Sin la urgencia del luego. Con el sabor del ahora
Parece que me estoy yendo por los cerros de Úbeda. Y no. Lo que quiero decir es que plantar cara a este sistema devorador, darnos tiempo y reevaluar nuestras necesidades nos ayuda a apreciar las pequeñas paradas del camino y vivir cada paso con la ilusión de la primera vez. Sin la urgencia del luego. Con el sabor del ahora. Ojos nuevos y corazones curiosos. Es todo un cambio en nuestra perspectiva personal, pero también colectiva: desafía el ritmo frenético de nuestra sociedad y nos empuja a buscar el equilibrio para hacer senderismo por este valle de risas y llantos con un poquitín más de consciencia.
No se trata de alcanzar el final del día y pensar en cuántas cosas hemos hecho, sino en cómo las vivimos. Por eso, creo que el verano es una época perfecta para ensayar metodología. O, más bien, las vacaciones, cuando todo se ralentiza. Así estoy yo ahora mismo, desde la sombra de los Jardines de Cristina, defendiendo la necesidad de aparcar la presión del mercado, abrazando la ligereza del ser, maravillándome entre vírgenes, arquitectura mudéjar y muchas eses, despertando una y otra mañana como si desayunara con vino dulce.
No sé, lo mismo es que los calores sevillanos me han frito el cerebro y debo volver a hablar de política. Aunque bueno, todo lo es. ¿No?