Estoy acostumbrada a creerme menos de lo que soy. Menos lista, menos divertida, menos guapita, menos afortunada así en general. Hoy por la mañana, mientras peleaba con la cafetera de cápsulas, hacía recuento: cuarenta y tres años, dos amores fallidos, empleos precarios, el útero disfuncional, un perro con casi tantas cicatrices emocionales como yo, hipoteca hasta que me jubile, cinco canas más que la semana pasada y la lavadora sin poner. 

He estado a un pellizco de empezar a compadecerme de mí misma, pero entonces me he acordado de algo muy importante: no estoy bien, pero tampoco soy castastrófica ni lo hago tan mal. Ni yo ni probablemente tú, me arriesgo a decir sin conocerte. Lo que pasa es que sufrimos la condena de formar parte de un sistema con expectativas altísimas sobre lo que deberíamos ser, conseguir, demostrar.

Ahí está el problema. No en que soñaras con ser corresponsal de guerra y estés informando sobre la apertura de una pizzería, ni en haber perdido los nervios mil veces con Andrea, coño, por no comerse el pollo. No en las noches que lloraste a moco tendido preguntándote por qué siempre eliges el camino equivocado, ni en aquella vez que dejaste pasar una oportunidad laboral porque la incertidumbre te paralizó, o cuando tuviste que bajar la persiana de tu negocio.

El sistema logra que te sientas en deuda contigo mismo y con los demás, detrás de un ideal que no vas a alcanzar porque sí, tienes muchas limitaciones y unas cuantas taras. Pero, ¿sabes? Está genial que sea así: hola, eres humano

Tampoco está en la relaciones tóxicas que sostuviste más allá de lo razonable por miedo a la soledad, ni en el matrimonio al que te aferraste porque asustaba el pájaro por conocer. Ni en las palabras que nunca pronunciaste cuando más importaban, ni en todas las ocasiones que te comparaste con quienes tienen o parecen tener la vida resuelta. No lo encontrarás en los años que transcurrieron sin que lograras aquello que, según el guion de la vida, ya deberías haber conquistado. No en seguir sin plantar árboles, ni escribir libros, ni dejar descendencia.

Qué va. Olvídate. El problema reside en conceder el poder a esa vocecilla que grita que nunca serás suficiente ni lo harás bien de verdad, que prioriza las equivocaciones sobre los aciertos, confunde humildad con autosabotaje, te compara cada dos por tres con alguien que crees que hace lo mismo que tú con más garbo y sin despeinarse, aunque quizá no sea así.

Esa vocecilla por la que te miras al espejo que no corresponde y sales trasquilado, la que te hace creer cuando tropecientas personas te felicitan por un logro que todas están equivocadas. Y además, si algo resulta especialmente peligroso es pensar que semejante murmullo insidioso y destructivo solo puede ser algo que nace de ti, pues lo oyes desde dentro en algún punto indeterminado entre tripas y cerebro.

Pero no. No es tuyo. Nunca lo fue. Jamás te perteneció. Al menos no del todo.

Ese monólogo interior que se despierta en cualquier momento, de camino al trabajo, mientras ves el estado de Whatsapp del amor que no pudo ser o al intentar montar una estantería de Ikea es, más de lo que crees, el eco de una maquinaria diseñada para que te sientas exactamente así: insuficiente, frágil, con inseguridad, del montón para abajo. Con lo cual, puede que llegues a frenarte cuando tenías la capacidad de tomar impulso o, peor aún, si las cosas van fenomenal empieces a sospechar que no las mereces y actives la alerta. Ahí aterriza el famoso “síndrome del impostor”.

El nombre está perfectamente pensado porque suena como psicológico, muy íntimo, encapsula esa supuesta falla interna y nos encierra en la duda. Por eso llegarás a creer que la vulnerabilidad por la que muchas veces te boicoteas es solo cosa tuya: seguramente arrastras problemillas de autoestima desde que dejaste los pañales o igual naciste con una alineación planetaria desastrosa. Y consiguen el objetivo. Ya te digo yo que sí.

El sistema logra que te sientas en deuda contigo mismo y con los demás, detrás de un ideal que no vas a alcanzar porque sí, tienes muchas limitaciones y unas cuantas taras. Pero, ¿sabes? Está genial que sea así: hola, eres humano. Ahora bien, te va a costar darte cuenta, si es que alguna vez lo haces. El sistema te necesita, nos necesita pequeños, incompletos, martirizados, aislados en nuestra fragilidad.

Al final, nuestra meta reside en superarnos como sea, acumular y demostrar éxitos. Y por tanto, en el intento no podemos dejar de trabajar, producir, consumir, almacenar

Es esa sensación de insuficiencia, de no llegar, la que mantiene la rueda aceitada y girando, porque para que esta estructura capitalista funcione hemos de ganarnos constantemente el derecho a existir. Por eso nos empujan a seguir compitiendo con nosotros mismos y con el mundo, a buscar más, aunque ese más no esté claro ni tenga tope.

Al final, nuestra meta reside en superarnos como sea, acumular y demostrar éxitos. Y por tanto, en el intento no podemos dejar de trabajar, producir, consumir, almacenar. “No limits”, decía el eslogan de la marca de zapatillas que se lleva fenomenal con Israel.

Así que, sin darnos cuenta, hemos interiorizado una narrativa brutal: no seremos alguien hasta que hayamos logrado algo. Algo cuantificable, que tintinee, porque vivimos en un mundo que mide más lo material que lo intangible. Y además su valor dependerá siempre de lo que los demás piensen, del reconocimiento social. Esas son las normas del juego. Sobre ellas hay que darlo todo, perseguir la excelencia. Y nunca, jamás, quejarnos.

La dinámica es peligrosa. Peor aún, cruel. Como advierte el filósofo Carlos Javier González, nadie piensa ya en las condiciones estructurales que imponen tanta exigencia. En vez de eso, nos golpeamos todavía más el pecho y decidimos asumir por nuestra cuenta una responsabilidad que para nada nos corresponde al completo. Aumenta el malestar y la respuesta acaba pasando por soluciones individualistas y técnicas, ya sea mirarnos por dentro hasta hacernos llagas, ir a terapia semanal u obsesionarnos con recetas de pan de masa madre. Yo intenté las tres.

Aprender a desacelerar, aceptar los patinazos, reírnos de eso que llaman éxito, dejar de esperar la validación constante, que nos importe una mierda ser los mejores de lo que sea y queramos ser mejores para nosotros mismos y nuestro entorno

Además, y esto González lo explica estupendamente, el mercado es tan pícaro que ya han florecido chorrocientos negocios que se lucran con nuestra angustia: desde libros de autoayuda hasta cursos de coaching prometiendo la receta mágica. Lo que haga falta para que nos sintamos valiosos en un sistema diseñado para que nunca lo hagamos del todo. Esa es la idea: mantenernos siempre al borde, con el yugo apretando lo suficiente para seguir tirando del carro. 

La mala noticia es que el engranaje para seguir así es casi perfecto. La buena: cambiarlo depende de quien no lo es, de ti, de mí, de todos nosotros.

No sé, seguramente quiero decir que todavía queda algún resquicio para plantarnos con un “hasta aquí”. Aprender a desacelerar, aceptar los patinazos, reírnos de eso que llaman éxito, dejar de esperar la validación constante, que nos importe una mierda ser los mejores de lo que sea y queramos ser mejores para nosotros mismos y nuestro entorno. Tomarnos el café de la mañana, pasar por el retrete, soltar y relativizar. En definitiva, querernos, cuidarnos, tener un propósito y esas cosas. Yo conozco gente maravillosa que ha sabido hacerlo.

Noticias relacionadas