Yolanda Díaz y Aitor Esteban en el Congreso / EFE

Yolanda Díaz y Aitor Esteban en el Congreso / EFE

Opinión

Trabajar menos horas no es suficiente y estas fechas son la prueba

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Estos días entre Navidad y Año Nuevo resultan pelín surrealistas. Y no es solo por la digestión ralentizada a cuenta de los polvorones Felipe II, el caos químico de haber mezclado vino y cava o el atracón de relaciones sociales bajo las lucecillas parpadeantes que convierten las fiestas en un hortera pero adorable karaoke.

Yo, ahora mismo, vivo sin vivir en mí. Un poco como estar en el limbo. Ando momentáneamente liberada de las rutinas cotidianas y, a la vez, es imposible sentir la verdadera pausa.

Da igual haber pillado puente con la expectativa de disfrutar del reposo prometido entre compromisos familiares. La práctica siempre desbarata la tozuda teoría, porque no hay cadenas más gruesas que las que nos atan a la imposición sistémica de seguir haciendo. 

Es la inercia de mantener la carrera aunque no tengamos ni pajolera idea de a dónde nos lleva. La maratón de deberes que muchas veces solo lo son en nuestra cabeza. La sensación de que el tiempo nos persigue con una persistencia tragicómica, convirtiendo los momentos libres en otra casilla que tachar.

Navidad

Navidad

No hay espejo más incómodo que los últimos rescoldos de diciembre. Su reflejo grita sin piedad que somos incapaces de parar, que no hemos aprendido a relacionarnos con el tiempo sin sentir culpabilidad. Incluso en la tregua navideña, seguimos midiéndonos por lo que hacemos. Por cuántas películas hemos visto, el número de páginas que avanzamos del libro que durante meses cogió polvo en la mesilla de noche, por los pasos que damos para que el cochinillo se despegue del michelín.

Y al final, lo único que nos sale bien del todo, con maestría impecable, es no descansar.

Así que perdonadme si he puesto cara de queso curado al recibir la noticia de que en 2025 dedicaremos algo menos de tiempo al trabajo, 37,5 horas a la semana en vez de 40.

Mercado de Navidad de San Sebastián / Donosty City

Mercado de Navidad de San Sebastián / Donosty City

Rendimiento y presencialismo

Quiero decir. Está claro que, por muy tonto que se ponga el empresariado, en algún momento había que meter mano al asunto. Muchos procesos se han digitalizado, ya no estamos en la Revolución Industrial y sabemos que al cabo de cinco o seis horas de curro el rendimiento cae en picado llenándose de presencialismo vacío.

Ahora bien, me siento incapaz de celebrar esta concesión. Y no solo porque sea ridículamente minúscula, apenas migajas que otrora habrían puesto la cara colorá a cualquier sindicalista que se precie de serlo. Es que, además, confían en que nos sintamos reconfortados por la medida mientras seguimos corriendo frenéticamente en la rueda con cara de hámster narcotizado.

No estamos en la Revolución Industrial y sabemos que al cabo de cinco o seis horas de curro el rendimiento cae en picado

La pregunta que deberíamos hacernos no es tanto cuántas horas trabajamos o dónde está el tope, que también, sino para qué queremos más tiempo. Si estamos preparados para vivirlo o acabará engullido por la misma dinámica que convierte todo en un torneo de producción.

Se ve a la perfección en las madres con jornada reducida, especialmente perjudicadas por su condición de mujeres y proveedoras. Las horas ganadas al curro rara vez construyen espacio para el autocuidado. Se diluyen en más tareas domésticas, revisiones escolares y obligaciones invisibles que sostienen los días de toda la familia, Navidad incluida.

Así que, salvo que seas un Manolo especializado en el arte de rascarse los huevos, ¿qué te hace pensar que estos 150 minutos envueltos en papel de regalo y lazo rojo, o rosa, marcarán el inicio de una vida mejor? 

Significado en lo que hacemos

Como explica Byung-Chul Han en su libro 'El aroma del tiempo', habitamos "el infierno de lo igual": un tiempo continuo, sin paréntesis reales, donde todo momento se mide por su potencial para ser productivo. Estamos perdiendo la capacidad de crear significado en lo que hacemos. Y si, en un chispazo de consciencia, se nos ocurre echar freno para contemplar, pensar y tratar de encontrar nuestro propósito, lo habitual es que salte el temido mensaje de error: "404: pausa no encontrada". 

Con otras palabras, pero el mismo fondo, lo advierte Milan Kundera en 'La Lentitud'. Somos caballos desbocados que, en nuestra carrera, perdemos la capacidad de ver a cada lado y conectar con lo que realmente importa. Al final nos olvidamos de habitar el tiempo como quien entra en casa, sabiendo que es su espacio y se puede repanchingar en él.

Dice Yolanda Díaz que con la jornada de 37,5 horas vamos a ser (más) felcies. Y nos lo tenemos que creer. Paparruchas

Está claro que todo empieza en la infancia. Desde que nos fuerzan a quitar pañales ya nos están enseñando que el tiempo es oro y perderlo un pecado, que siempre hay algo más que hacer porque de lo contrario estaremos fallando, a nosotros y al mundo entero. Al final no sabemos ni de dónde venimos, ni a dónde vamos, por qué o para qué. El ruido tapa el silencio, ese lugar donde reside lo esencial. Se queda sin espacio en una sociedad que habla en el lenguaje de la prisa.

Pero Yolanda Díaz dice que con la jornada de 37,5 horas vamos a ser (más) felices. Y nos lo tenemos que creer. Paparruchas. La promesa de felicidad choca de lleno con este sistema. Una estructura de obligaciones, apariencias y tensiones de la que es muy difícil salir. Y si lo haces, te conviertes en paria, una cosa fea que no combina con filtros de atardeceres perfectos.

Hemos de trabajar menos horas, por supuestísimo que sí, pero paralelamente urgen políticas públicas que traigan al mundo real ese animal mitológico llamado conciliación. Y así poder dejar de andar como pollos descabezados, ir al gimnasio a la hora que apetezca, hacer bizcocho japonés entre semana, ver series de televisión sin cabecear y, sobre todo, acceder al reposo. Regodearnos en la bendita calma.

Supongo que lo que en definitiva necesitamos es un cambio de cultura. Valorar el ser por encima del hacer. Y aunque las obligaciones nunca acaben, construir verdaderos espacios para respirar y encontrar sentido a nuestra vida en vez de sepultarla bajo toneladas de crisis existenciales y un “ahí vamos, tirando”.

No sé, quizá este inciso entre dos años y dos tiempos sea buen momento para tomarnos un kitkat y darle una pensadita al asunto.