Nacionalismo bueno, nacionalismo malo: preguntas que escuecen y da cosa hacerse

Nacionalismo bueno, nacionalismo malo: preguntas que escuecen y da cosa hacerse Efe

Opinión AHÍ VAMOS, TIRANDO

Nacionalismo bueno, nacionalismo malo: preguntas que escuecen y da cosa hacerse

Hay un momento en la vida en que te lo empiezas a cuestionar todo, sin encontrar respuesta

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Hay un momento en la vida en que te lo empiezas a cuestionar todo, sin encontrar respuesta. Puede ser al superar el ecuador de los 40, cuando ves la cuenta bancaria un 25 de mes o mientras tragas una pizza ultracongelada con la bata de felpa y ojos perdidos en el vacío porque ni siquiera el queso quedó bien fundido. ¿Quiénes somos? ¿De dónde venimos? ¿A dónde vamos?

Y, lo más importante, ¿entregaré a tiempo ese maldito proyecto? ¿Me hará match el chico del perro bonito? ¿Será falta o embarazo? ¿Retomaré el gimnasio o solo es una fábula con la que engañarme mientras lo financio como si fuera el impuesto revolucionario?

Entonces enciendes la tele o entras, de tapadillo, en X. Abascal por aquí. Trump por allá. Una ciénaga de señores de pecho palomo, hinchado de certezas pero vacío de pruebas, dispuestos a sentar cátedra con la estulticia de quien nunca se ha cuestionado nada. Con la vehemencia del que te explica algo mientras mastica, salpicando migas de dogma. Firmes, inamovibles, sin dudas ni interrogantes, con conclusiones para todo. Las suyas, claro. Que son las únicas verdaderas.

Ahí están, hablando con aplomo sobre lo que sea. Mandarnos a fregar, prohibir el aborto, privatizar la sanidad, bajar los impuestos a los ricos… Pero, con especial pasión, de patria y orgullo nacional. De recuperar esencias. Y esencias de las esencias, porque siempre hay una esencia aún más esencial que la anterior. 

Qué estupor: gentes de países que llevan siglos siendo un crisol de migraciones, de mestizajes y préstamos culturales, de flujos y reflujos, gástricos y de los otros, proclamando ahora identidades puras y originarias que preservar a toda costa

Y sí, por supuesto. La identidad es una cosa clave, crucial, determinante, trascendental. Todos los pueblos tienen derecho a proteger su cultura. Estoy tan de acuerdo con eso como con que faltan lanzallamas contra quienes se proclaman “ciudadanos del mundo” y ven en la globalización una gran fiesta de la diversidad donde nadie paga factura.

A veces la línea entre preservar una identidad y convertirla en muro infranqueable se afina tanto que ni estando del lado que consideramos correcto nos damos cuenta. Aun con la mejor de las intenciones, siendo muy leídos, lo que es amor por lo propio puede transformarse en recelo de lo ajeno

Las raíces importan. Me importan. Las que empiezan a despuntar a las tres semanas del tinte. Y también las otras. Soy muy consciente de que la lengua que hablamos moldea el modo en que se piensa, que la historia de un pueblo pesa, que las tradiciones deben conservarse. Y mola sentir orgullo por lo que una es, por el lugar donde nació, creció y estiró la pata.

Lo que ocurre, claro, es que a veces la línea entre preservar una identidad y convertirla en muro infranqueable se afina tanto que ni estando del lado que consideramos correcto nos damos cuenta. Aun con la mejor de las intenciones, siendo muy leídos, lo que es amor por lo propio puede transformarse en recelo de lo ajeno. O peor, en desprecio hacia lo que creemos que no lo es.

Hay quienes, siendo nada sospechosos de alzar la diestra cara al sol, acabaron levantando un seto con el fervor de quien se ha bebido unos cuantos tragos de patxaran. Un seto tan frondoso que, además de difuminar lo que había al otro lado, reforzó la idea de que ese jardín era el más verde, el más auténtico, el que siempre estuvo ahí. Y, si alguna vez necesitó semillas del exterior, fue solo para confirmar lo bien que crecían en esta tierra. La nuestra.

Lo que quiero decir con todo esto es lo siguiente. A ver cómo para que no se me eche la turba encima. En Euskadi, lógicamente, nos llevamos las manos con el rancio y excluyente nacionalismo español. Y además, por supuesto, nos produce entre asombro y carcajada el patriotismo de manual de Estados Unidos. Esa capacidad de envolver cualquier cosa en una bandera: desde una hamburguesa hasta un misil, pasando por la biblia de bolsillo y la gorra de "Make America Great Again" fabricada en China.

Porque nosotros somos different. Claro. Nuestra identidad es otra cosa. Progresista. Sana. Sin contradicciones ni grietas.

¿Seguro?

Durante mucho tiempo, la identidad vasca se definió por oposición. ¿Tal vez ahora no? ¿O sí pero el marketing de nuevo cuño, donde “maketo” ha desaparecido del diccionario del buen abertzale, lo disimula lo suficiente como para despistarnos? 

Sé que estoy pisando terreno pantanoso. Esto es meterse en un charco y no pedir al jefe que me suba el sueldo. Pero qué queréis que os diga: las preguntas me pueden.

¿Es posible declararse antifascista e internacionalista mientras se define una identidad de acuerdo a criterios que todavía dejan fuera a una parte considerable de la población? (...) ¿De verdad somos inmunes a los vicios del esencialismo patriótico o más chulos que un ocho?

¿Es posible declararse antifascista e internacionalista mientras se define una identidad de acuerdo a criterios que todavía dejan fuera a una parte considerable de la población? ¿Tiene sentido despreciar el españolismo de misa los domingos y, a la vez, recolocarse el jersey sobre los hombros y ponerse a la defensiva si alguien señala ciertas actitudes? ¿De verdad somos inmunes a los vicios del esencialismo patriótico o más chulos que un ocho?

Ojo. Que nadie se confunda. Y cuando digo nadie es nadie. No sostengo que lo mismo sea Vox que el independentismo vasco, la ultraderecha trumpista que la defensa de la cultura propia. Cáigame un rayo si sucumbo a simplismos. Ahora bien, cuando nos burlamos de individuos con pulsera rojigualda que jamás leyeron un libro de historia, me pregunto si no acabamos tropezando en la piedra de la superioridad moral.

Y ya no solo me refiero a la cuestión identitaria. Así en general, a todo lo que desde el vasquismo de la margen derecha y desde la izquierda que cambió palestino por foulard se considera correcto, incuestionable, justo.

El dogmatismo no es propiedad exclusiva de las ideologías que apestan a Varón Dandy. Qué va. Todas y todos, y aquí incluyo a la izquierda woke, la española o la verdadera, podemos caer en la trampa del pensamiento hermético. Y creernos el centro del universo, como el fan que asalta la primera fila de un concierto y se sorprende cuando le empujan. 

Al final, tendemos a mirarnos al ombligo simbólicamente más que de manera literal, que es justo donde sí deberíamos poner empeño: revisar las pelusillas e higienizar la zona sensible.

No sé, supongo que después de esto habrá quienes digan de mí que no soy lo suficientemente lista para entender las complejidades del asunto. O facha. O, ahí va, sorpresa, equidistante. Aunque mi familia me considere más marxista-leninista que cuando Karl terminó 'El Capital' y pensó: “vaya pedazo de obra me he marcado”. 

Y tal vez tengan razón. Todos. Así que aquí me quedo, con mis preguntas existenciales, mis dudas incómodas y una certeza: el día que tenga todas las respuestas claras, seguramente me haya convertido en aquello que más miedo me da.

O peor, en una de esas personas que siguen pagando el gym sin haber ido un solo día.