Me sorprende la muerte de José Mujica (pronúnciese como palabra llana y no esdrújula) trabajando en el Archivo General de la Nación en Montevideo. Me acerco, por supuesto, al Palacio Legislativo, que es donde ha quedado instalado el velatorio público del expresidente oriental. Desde mi hotel hay un par de kilómetros, parte de ellos por la avenida Libertador General Brigadier Lavalleja, quien condujo a los Treinta y Tres orientales que formaron la dirigencia del ejército que entre 1825 y 1828 independizó Uruguay de Brasil, y cruza la plaza de Isabel de Castilla, donde una estatua dice “España al Uruguay”.

Al llegar a la plaza donde se sitúa el Palacio Legislativo, sin embargo, desaparecen Lavalleja e Isabel de Castilla para transformarse en avenida de Las Leyes. Todo un trasunto de lo que es Uruguay, donde la historia cede a la democracia.

Pepe Mujica no se entiende sin Uruguay, como Mandela fue un producto netamente sudafricano. Son el resultado de una historia, no solo la casualidad de lo extraordinario. Esa historia en el país oriental nos habla de una república enormemente difícil de parir, que debería haberse quedado, como otros experimentos republicanos americanos (la República Federal de Centroamérica, por ejemplo, con una bandera y un escudo semejantes a Uruguay) a un costado de la historia.

Tomaron el nombre del cachito de tela con el que se identificaban para no matarse entre ellos

De hecho, nació dando lugar a una guerra interminable, la Guerra Grande (1836-1851), y a dos formas diferentes de entender el Uruguay posible. Tomaron el nombre del cachito de tela con el que se identificaban para no matarse entre ellos, colorado los unos, blanco los otros. No los separaban tanto los asuntos domésticos (todos eran republicanos), cuanto las relaciones que querían entablar con el entorno y con un Atlántico que había pasado ya de dominación española a inglesa y algo francesa.

No podía ser de otra forma en un país que nació formado poblacionalmente de aluvión: más de la mitad de los habitantes de la naciente república eran inmigrantes. El liberalismo en Uruguay empezó por el campo, defendiendo con ardor el librecambismo en una suerte de troskismo liberal, como lo denominó un agudo ensayista uruguayo, Carlos Real de Azua.

Un país que se abocaba a un proceso de secularización impensable en otras sociedades hispanas, pero aquí imprescindible por su misma constitución social y que de ahí pasó también a ensayar curiosos experimentos representativos que acostumbraron tempranamente a votar (las mujeres lo hicieron desde la década de los treinta del siglo XX).

La mejor decisión de Mujica fue seguir el consejo de Raúl Sendic Antonaccio

Lo extemporáneo en la historia de Uruguay es precisamente la dictadura. Nunca pudo ser plenamente militar, aunque no se privó de ejercer una brutal represión que el propio Mujica probó con doce años de prisión en condiciones ciertamente crueles. Probablemente, la mejor decisión de Mujica fue seguir el consejo de Raúl Sendic Antonaccio, el dirigente tupamaro que, a la salida de la dictadura, promovió la conversión de la guerrilla en partido político.

Para entendernos, el Pertur que en Euskadi truncó la propia ETA en Uruguay logró llevar de la violencia política a la democracia a un consistente movimiento izquierdista con líderes como el carismático Pepe Mujica. Para ello fundaron el Movimiento de Participación Popular.

No fue fácil para la izquierda que había conformado el Frente Amplio en 1971 acabar admitiendo a estos guerrilleros reconvertidos, pero a ello ayudó mucho el propio posicionamiento de Mujica, descartando el revanchismo frente a quienes habían colaborado con la dictadura cívico-militar. Aunque le costó, a su vez, no pocos enfrentamientos con sus propias gentes (olvidarse de 197 desaparecidos no es fácil), otorgó a Mujica la credibilidad de quien sinceramente estaba primando, de nuevo, el Uruguay posible al Uruguay de divisa, de bando, de partido.

Fila en el Palacio Legislativo para decir adiós a Pepe Mujica

Fila en el Palacio Legislativo para decir adiós a Pepe Mujica José M. Portillo

Me encuentro ante el Palacio Legislativo con Ana Jiménez, la corresponsal de TVE en Buenos Aires que ha venido a cubrir la noticia. Charlamos, claro, sobre el personaje del día y lo impensable que sería algo así en España y en casi ningún país y me cuenta que la gente a la que entrevista se refieren a Pepe Mujica no como el expresidente del Frente Amplio, sino como el expresidente del país y el único que ha dado en vez de llevarse.

Si hay una fila de horas para decirle adiós es por ese plus que otorga el haber sabido mirar por encima de las siglas, renunciar aparte del programa sin renunciar a la ideología, entender, en suma, la política como servicio. Mujica, en fin, hizo bueno el verso de Machado: “lleva quien deja y vive el que ha vivido”.