Feijóo es un cachondo. De esa clase de señores que, en un alarde de perseverancia, decide rescatar una ocurrencia que nunca tuvo gracia a ver si ahora sí. La primera vez fue en 2023, cuando durante una amabilísima entrevista con Ana Rosa Quintana soltó que las vacaciones están sobrevaloradas. La segunda, hace dos días, en el carpetazo del curso político. Misma frase, pero esta vez regalando sonrisa picarona y tonillo jocoso.

Ahí, como gallego curtido en mil batallas, con doble de pimentón.

Mis congéneres de izquierdas se han hecho los ofendiditos. Quizá, más de la cuenta. Últimamente, les falta sentido del humor. Pero yo como mucha fibra y hago bastante arroz, así que ya le saco el chiste a casi todo. Y por eso, seguro que al secretario general del PP no le importará que le devuelva la bromita y señale lo siguiente.

Feijóo es un cachondo. De esa clase de señores que, en un alarde de perseverancia, decide rescatar una ocurrencia que nunca tuvo gracia a ver si ahora sí

Y es que si algo de verdad está sobrevalorado en este país es él mismo. Su mediocridad. La presunta moderación que le acompaña. Esa audaz estrategia de rejuvenecimiento consistente, al parecer, en jubilar las bifocales.

También digo. Para ser justos, Feijóo es solo un ejemplo más de esta pandemia de prestigio inmerecido que nos asola. Estamos acorralados por personas, conceptos, modas y rituales que son un auténtico bluf, pero los hemos encumbrado con la fe ciega del neófito. O nos los han metido con calzador. Una estafa piramidal para el intelecto formidable.

Ahí está el brunch de los domingos, comunión laica de la gentrificación y el postureo con tosta de aguacate. Los gurús de LinkedIn, telepredicadores de la explotación disfrazada de emprendimiento. El mindfulness corporativo, esa solución mágica que da la empresa para curar la ansiedad que ella misma provoca. La resiliencia, que es la aceptación cursi de que te toca aguantar carros y carretas.

Y podría seguir. Las estrellas Michelin, los festivales indie, el ayuno intermitente, la freidora de aire, los influencers, la meritocracia, que ni siquiera existe, el capitalismo, la inteligencia de Rufián, la mía propia. Y el trabajo, sobre todo, el trabajo.

Feijóo es solo un ejemplo más de esta pandemia de prestigio inmerecido que nos asola

Estudiamos, entramos al mercado laboral y le entregamos las llaves de nuestra existencia entera. Necesitamos casa, comida y algún que otro viajecito con Ryanair. Y parece que la fórmula es ésta. Levantarnos cada mañana para currar, y ya se verá a lo largo del día si también para vivir. Dormirnos pensando en el próximo puente. Llegar al sábado exhaustos y pasarlo con un gripazo inexplicable. 

Y concluir que es lo que hay. Que toca arrastrar los pies, y las mismas ocho horas desde hace cien años. Ver los precios subir, el poder adquisitivo menguar. Y autoexplotarnos, otro poquito más. 

Pero ya no solo por necesidad económica. La crisis es, también, de identidad.

Hemos permitido que nuestra valía como personas se mida, casi exclusivamente, por lo que producimos y el rol que ocupamos en la escalera. Así que el trabajo ha pasado a ser el centro gravitacional de nuestra realidad, el eje sobre el que gira nuestra autoestima, nuestro lugar en el mundo. 

La principal prueba del delito está en ese misil que lanzamos casi por inercia cuando conocemos a alguien. "Y tú, ¿a qué te dedicas?". No preguntamos qué te apasiona, qué te quita el sueño o si sabes hacer una tortilla de patatas decente. El trabajo, lo primero. Como si fuera el DNI del alma. Ese dato decisorio que lo revela todo. Chimpún.

Y eso, salvo para una poca gente afortunada, perseverante o inconsciente que logró alinear curro con formación, capacidades, gustos y principios, a veces a costa de andar con el agua al cuello, es mentira cochina.

Hemos permitido que nuestra valía como personas se mida, casi exclusivamente, por lo que producimos

Más aún, me atrevo a decir. El curro se ha convertido en el ghosting que le hacemos a nuestra propia vida. La excusa perfecta para no enfrentarnos a quienes podríamos ser si no estuviéramos tan ocupados respondiendo emails. Le hacemos el vacío a nuestros talentos desaprovechados y pasiones olvidadas, a la posibilidad de una rutina menos productiva pero infinitamente más rica.

Es un colonizador silencioso, sí, pero no solo de nuestro tiempo. También de nuestro yo. Nos impone su lenguaje de sinergias y KPIs pero, sobre todo, su sello.

Ni el de Casa Galar, ni la nieta de la Paquita. Ahora nos conocen como el informático, la de marketing, la reponedora del Eroski, el director de Crónica Vasca.

Y esas etiquetas, cosidas al corazón como los nombres en las batas escolares, matan la complejidad de lo que en el fondo somos. El que puede pasarse horas mirando las estrellas y solo duerme a pierna suelta con la persiana semiabierta. La que se emociona con vídeos de perritos y escucha para comprender en vez de para responder.

Al final, el trabajo reduce nuestra identidad a un titular, cuando en realidad somos un novelón.

El curro se ha convertido en el ghosting que le hacemos a nuestra propia vida

Y no, no estoy haciendo un alegato en favor de la vagancia. Que te veo venir. Solo digo que el curro debería de ser como unas zapatillas buenas, bonitas y baratas. Te las calzas, caminas por la vida sin ampollas, si consigues realizarte durante el trayecto mejor y, al llegar a casa, fuera. Servirte a ti y no, al revés, que es lo que ahora ocurre.

No sé, seguramente me moriré y el trabajo seguirá siendo prisión. Por eso, lo que más me gustaría es tener un golpe de suerte descomunal y poder jubilarme. Prontito. A los 60, por ejemplo.

Feijóo dirá que estoy fatal de lo mío, pero ese es mi sueño: vacaciones permanentes en una casa en el campo llena de libros, con huerta, perros, gallinas, cabra, piscina natural, minibar, un hombre bueno y amaneceres fantabulosos. Que me conozcan como la ruralita feliz. Y, desde allí, seguir torturándote con mis reflexiones. 

Claro que para conseguirlo solo tengo una opción: jugar a la Lotería. Y sí, también está sobrevalorada.