Hay gente a la que le pirra el avistamiento de aves. Yo he desarrollado una afición más mundana y, si me apuras, profundamente reveladora. Me refiero a la observación de parejas humanas en un hábitat ideal: la terraza de verano.
Es como cuando ponía La 2 a la hora de los documentales, pero sin la voz en off que explica el porqué del comportamiento animal. Ahí estoy, intentando descifrar el nuevo bodegón del siglo XXI. Una mesa que ya rara vez viste mantel de tela, en cada extremo dos personas que de forma voluntaria decidieron estar juntas, sus teléfonos móviles a tiro de mano y silencio.
Demasiado silencio.
Cantaba Hidrogenesse que no hay nada más triste que un pony dando vueltas en un tiovivo, pero esto se le acerca. No es que necesariamente una y otro, o uno y otro, o una y otra, estén enfadados. O tengan los carrillos hasta los topes, deleitándose en ese arroz con bogavante que es como pisar la tierra prometida tras meses de peregrinaje por el desierto del curso laboral.
Más bien, se encuentran en otro lugar. O un poco aquí y otro poco allá, a tantos kilómetros como Instagram, Whatsapp o Google les puedan permitir.
En cada extremo dos personas que de forma voluntaria decidieron estar juntas, sus teléfonos móviles a tiro de mano y silencio
Ella coge el smartphone primero. Lo desbloquea sin mirar. El dedo ya tiene memoria propia. Lee algo. Podría ser una nueva vacuna contra el cáncer de pulmón o el último descuento de Shein. Qué más da. Lo deja donde estaba con la desgana de un rider entregando un menú bigmac. Él observa la jugada de reojo y hace lo mismo con el suyo. Paso uno, dos, tres. Pulgar, mohín, suspiro.
Unos minutos y la mujer vuelve a pillar el teléfono. Hace una foto de la copa de vino. Esta vez el tipo comenta “pues hace calor”, ella asiente, “mucho, y mañana más”.
Pasa un camarero. O un gorrioncillo. Lo que sea. Miran al unísono, igual que autómatas arrastrados por la inercia de vivir. Entonces él encuentra un vídeo que debe de ser gracioso. Estira el brazo y se lo enseña. Ella medio sonríe. A fin de cuentas, queda menos feo que echarse a llorar. Y el rímel no parece waterproof.
El aparatito vuelve a la mesa junto a la copa, a mi parecer tan insultantemente abandonada como la propia relación. Fin del acto. Hasta el siguiente que será, al menos, igual de mustio. Y pienso, porque no lo puedo evitar, en la desolación ya en casa, sin testigos. Tela.
No digo que ocurra con todo el mundo, pero escenas así cada vez se ven más. Y lo acongojante del asunto es que buena parte de los damnificados pertenece a generaciones naturalmente analógicas.
Lo acongojante del asunto es que buena parte de los damnificados pertenece a generaciones naturalmente analógicas
Gente que viajaba con el “Veo, veo” y las canciones del “Señor conductor ha...”, usó máquina de escribir antes que ordenador, rebobinó cintas con boli bic, pasó del blanco y negro al color en la tele, leía en papel. Que vivió su primera cita sin cobertura ni excusa para desaparecer. Y llamaba a casa desde cabinas. Curtida en la slow life.
Esos hombres y mujeres se sienten orgullosos de su bagaje. Y analizan a los jovenzuelos, centennials creo que se llaman, con la chulería que da creerse herederos de un viejo mundo mejor.
Ellos no tienen el cerebro frito por TitkTok. Qué va. Ni necesitan documentar hasta el café latte para sentirse vivos. Son indemnes a la dopamina digital, a la anestesia del scroll, al hechizo del clic rápido. O eso quieren pensar.
En realidad, han puesto el smartphone a su servicio de una manera pelín más retorcida. Como un discretísimo mayordomo que trae la distracción justo cuando la conversación amenaza con morir o con volverse sincera, que es casi más duro. En el sofá, de cañas, al ir a la cama. El bucle sin fin.
No es necesariamente adicción a la tecnología. Es engancharse al refugio que ésta regala para obviar que el castillo se está cayendo a trozos. Porque sobran megas, pero faltan arrestos para mirar frente a frente a la debacle. Antes, incluso, de que empiece a ir regular.
Tal vez sea tu caso. Y estés negando con la cabeza.
Han puesto el smartphone a su servicio de una manera pelín más retorcida
Piénsalo. Puede que no busques el restaurante instagrameable, pero quizá sí te has descubierto compartiendo un meme de gatitos que distrae de conversaciones embarazosas. Ojeando el correo del trabajo en mitad de la cena para ignorar rencores que pesan más que una hipoteca a treinta años. O bajo el nórdico, por rellenar silencios que alguna vez fueron reconfortantes.
Y cuando digo tú, puede ser tu mejor amigo. La cuñada. Patatas.
El smartphone se ha convertido en cómplice magistral de las parejas que ya no saben qué decirse y se aburren. Pero también en falso aliado de esas otras que todavía tenían conversaciones pendientes, besos pospuestos, algo que salvar.
Y ahí está la gran estafa. El truco final de este mago de bolsillo que todos llevamos encima. Una trampa que afecta a la chavalería que vive a través del teléfono, desde luego, pero también a demasiados talluditos que lo usan de parapeto. Y es que mientras unos presumen de humo en redes y otros se resguardan en el brillo de la pantalla, la lumbre va apagándose para todos.
Me refiero a ese fuego bajito que no destella, pero calienta. Tan fuerte en su fragilidad. Que se apaga rápido de no cuidarse. El que mantiene vivo lo cotidiano, lo íntimo, lo que de verdad sostiene.
Ese “cariño, ¿has sacado la basura?”, dicho con la misma ternura que un “te quiero”. La certeza de que tu chica te seguirá aguantando incluso cuando descubra que dejas pelos en la ducha. El pijama de oso polar con pelotillas que jamás evitará un revolcón de sábado tarde, porque el bienestar de lo conocido gana al glamour de lo efímero.
La complicidad de una mirada fugaz en el supermercado ante el típico imbécil colándose. La confianza de poder quejarte del jefe con más drama que en Divinity, sabiendo que la respuesta será una solución absurda que te hará reír. O un gruñido empático, según el día. Tirar del dedo y sonar un pedo de trompeta.
El smartphone se ha convertido en cómplice magistral de las parejas que ya no saben qué decirse y se aburren
Todo eso que seguirá pasando si caes en la cuenta de que, lo más probable, no te quedaste sin temas de los que hablar. Solo te dejaste de esforzar y pulsaste "silenciar notificaciones" en tu propia rutina a dúo.
No sé, seguramente quiero decir que estoy hasta el moño que no tengo. Harta de las consecuencias de esta autoesclavitud digital a la que nos hemos apuntado como si nos regalaran puntos para la Travel Club del amor, cuando a la hora de la verdad está dejando la intimidad en números rojos.
Por eso, me pregunto si al menos en lo que queda de verano podríamos probar algo nuevo con nuestros socios sentimentales. Un acto revolucionario. Apagar el teléfono al salir a la calle. Tatatachán.
Sí, apagarlo del todo, no vale el modo avión, que nos conocemos. Mirar a los ojos a la compañera, al marido, lo que se tercie, y preguntarle qué tal. Insistir, en caso necesario. Sin filtros, ni la tentación de buscar en Google “temas de conversación para parejas que ya no hablan”.
Y que sea lo que tenga que ser. O lo que quede. Tal vez ella. Puede que el móvil.