En una reciente entrevista en El Correo, el ex lehendakari José Antonio Ardanza se refería a la complejidad de Euskadi como derivada de sendas posturas nacionalistas, la vasca y la española. Esa división del mundo vasco entre nacionalistas, mucho más que entre ideologías de cualquier otra especie, es para Ardanza lo que diferencia a Euskadi de otros lugares de España, donde todos son nacionalistas españoles (muchos sin saberlo). No parece que sea la mejor manera de comenzar un análisis de la complejidad vasca reducirla a las posiciones propias, pero es algo que habitualmente hace el nacionalismo vasco: todos somos nacionalistas de esto y de lo otro. Si alguien, como yo por ejemplo, levanta el dedo es que no se ha enterado.
No creo que esa actitud nacionalista sea una ocurrencia sino que forma parte estructural de un discurso que ha servido al nacionalismo vasco, al moderado y al ultra, para hacer sus cuentas con la bestia terrorista que surgió de sus entrañas. En esa misma entrevista Ardanza muestra cómo el nacionalismo vasco utiliza esa división del mundo entre nacionalistas para neutralizar a la bestia: si “algunos” exigen un repudio completo de ETA, “otros”, como él, podrían decir lo mismo de “los carlistas requetés y franquistas que entraron en Euskadi a sangre y fuego”. De nuevo, no creo que sea una ocurrencia ni producto de un completo desconocimiento de la historia de la guerra civil y el franquismo en Euskadi, sino una pieza indispensable en el discurso nacionalista para enjuagar responsabilidades.
No es lo importante aquí que si en algún lugar de España los carlistas y requetés no tenían que entrar, fue precisamente en Euskadi y Navarra. Eran como el talo, un producto local. Lo relevante es el uso que el nacionalismo hace habitualmente de este dislate histórico que presenta la guerra civil como una guerra nacional en Euskadi. El nacionalismo se prodiga en buscar hechos diferenciales vascos y el de una historia que, como decía el sucesor de Ardanza, desde 1839 está enfrentando a dos comunidades nacionales, le viene de perlas.
A partir de ahí el nacionalismo en su conjunto ha construido su discurso relativo a las víctimas de ETA difuminando sus contornos. No se trata de borrarlas (como se hizo durante muchos años) sino de hacer casi imperceptible el contorno propio al desvanecer su identidad en la de otras víctimas
No es una casualidad que el nacionalismo, todo él, el moderado y el ultra, comenzara a darse cuenta de la existencia de víctimas del franquismo en la segunda mitad de los noventa del siglo pasado a medida que en el espacio público vasco se hacía más audible la voz de las víctimas de ETA. A partir de ahí el nacionalismo en su conjunto ha construido su discurso relativo a las víctimas de ETA difuminando sus contornos. No se trata de borrarlas (como se hizo durante muchos años) sino de hacer casi imperceptible el contorno propio al desvanecer su identidad en la de otras víctimas. Los primeros intentos lo fueron con los propios terroristas y su sufrimiento (algún consejero de Ibarretxe sigue actualmente en esas). Presos, prófugos y demás fauna del enjambre, sin embargo, no podían dar mucho de sí en ese sentido. Ni eran víctimas (más que de sí mismos, en todo caso) ni eran presentables porque la sombra de sus historiales terroristas espantaba.
El gran descubrimiento para el nacionalismo fue la guerra civil y el franquismo. ETA y su enjambre habían usado el franquismo no tanto para fijarse en sus víctimas concretas sino para idealizar al pueblo vasco como víctima colectiva a la que los terroristas venían a salvar. Desde mediados de los noventa, sin embargo, el nacionalismo descubre otro franquismo. Ahí sí que había víctimas presentables y dignificables. A nadie con un mínimo de coherencia podía resultarle rechazable exigir reparación para las víctimas de ETA y no para las del franquismo. Además, permitían encajar perfectamente la pieza de “nacionalistas todos”. Si el nacionalismo vasco tenía una bestia escondida en el armario, el nacionalismo español tenía otra y más gorda.
Negar la historicidad y el contexto de las víctimas de ETA es también una manera de olvidarse de ETA
El problema con este argumento es que descontextualiza a las víctimas, tanto a las de ETA como a las del franquismo. Las víctimas no tienen sentido más que si se respeta su propio contexto histórico y mezclarlas como si fueran sujetos sin apellido es la mejor manera de reducirlas a la insignificancia. Las víctimas del franquismo son, faltaría más, respetables y merecedoras de todo reconocimiento y reparación, pero su contexto no es el mismo que el de las víctimas de ETA. Estas se produjeron en su mayoría en un momento de construcción y consolidación de la democracia, de libertades civiles y políticas, de Constitución y Estatuto. ETA atacó a esas víctimas con el fin de provocar una limpieza ideológica y política en favor de las posiciones nacionalistas, y ese es su propio contexto histórico, bien diferente del de las víctimas del franquismo. Diluir a todas en unas víctimas de esto y de lo otro en un genérico “víctimas de toda forma de violencia” es otra operación de limpieza, en este caso de un pasado incómodo para el nacionalismo. Negar la historicidad y el contexto de las víctimas de ETA es también una manera de olvidarse de ETA.