Lo hablaba el otro día con el chico que estoy conociendo, entre vino barato y esa costumbre tan mía de resolver el mundo sin levantar del sofá. ¿El corrupto nace o se hace? ¿Viene de serie o toma color a fuego lento? ¿Sale de fábrica con el alma podrida para acabar pidiendo comisiones por mascarillas del chino o es algo que cala como la humedad en los pisos de renta antigua?
No sé cuándo Pepe Mújica dijo aquello de que el poder no corrompe, revela. Y yo jamás le voy a llevar la contraria. Pero lo que me pregunto es si, además de eso, va puliendo los escrúpulos con lija fina. Si no será que entra de puntillas y se perfecciona casi con más costumbre que malicia.
Es decir. Primero haces un favor sin importancia, como conseguir al cuñado de alguien una cita con Hacienda evitando centralita. Total, son cinco minutos. Luego otro con más enjundia: colocas a la hija de un amigo porque es lista y está en paro y, además, no hay nadie mejor. Después, recomiendas a una compañía conocida para no sé qué concurso público. Un empujoncito tonto.
Pepe Mújica dijo aquello de que el poder no corrompe, revela
Y así un día, casi sin darte cuenta, te encuentras de cena en Casa Lucio firmando contratos millonarios con empresas que hasta ayer operaban desde el garaje de una unifamiliar. Y alguien paga la mariscada con una tarjeta más opaca que las noches en la puerta del Oh, Pamplona.
Creo que la Sociología llama a esto pendiente resbaladiza. Una teoría con nombre inocente, pero fondo tan turbio como los discos duros de Bárcenas antes del martillazo. Grosso modo viene a explicar que pequeñas decisiones moralmente dudosas aunque de poca monta acabarán abriendo la veda pasito a pasito, suave, suavecito, a otras peores.
Igual que cuando Ábalos pensó que no ocurría nada por salir quince minutos antes del trabajo y, entre que sí y que no, una movida llevó a la otra y acabó haciendo horas extra para currarse una trama deluxe de trapicheos.
Además, a la hipótesis de la pendiente resbaladiza se suma el principio de normalización de la desviación. Traducido al castellano de calle: cuando lo anómalo se repite tanto que se convierte en rutina. Vamos, que si te encuentras en un entorno donde el enchufe se vuelve norma y la picaresca tatuaje, al final lo raro no es la trampa. Lo es el escrúpulo. Ser el tonto que sigue haciendo las cosas como Dios manda.
Si te encuentras en un entorno donde el enchufe se vuelve norma y la picaresca tatuaje, al final lo raro no es la tramp
Y hay que tener muy bien puesta la montera, o la boina, para parecer gilipollas y que no te importe. Lo digo yo, que se me ríe hasta el cura por pedir factura a los gremios.
De hecho, este circo de tres pistas y monos voladores que tenemos montado no va solo de ladrones de guante blanco. Nuestros cargos públicos son la parte vistosa del iceberg porque, ay, caramba, nos representan y se supone que han de servir a un bien mayor. Pero tirando todo recto hacia abajo, está el quid del asunto. Una cultura que convierte lo torcido en paisaje.
Un vino, una chapuza, una revisión oftalmológica sin ticket. Una ronda de despachos en la Universidad antes de que salgan las notas. Un encuentro con el gerente a espaldas del comité de empresa. Así empieza todo. No con un sobre, sino con un “no pasa nada” o “todo el mundo lo hace”.
Nos encanta cagarnos en nuestros políticos con la indignación por las nubes. Es una tendencia casi irreprimible. Pero seamos honestos: muchos de los que habéis llegado a este párrafo no sois tan distintos. Solo que ellos tuvieron más y mejores ocasiones para cruzar la línea.
Nuestros cargos públicos son la parte vistosa del iceberg porque nos representan y se supone que han de servir a un bien mayor
Y aquí viene lo más inquietante. Hay otra teoría, sí, hoy me ha dado por ahí, que explica por qué gente aparentemente decente acaba de mierda hasta la glotis y todavía se justifica o lo relativiza o se ofende. La disonancia cognitiva.
Me refiero a esa incomodidad interna que sentimos si hacemos algo que no cuadra con lo que creíamos ser o con lo que otros esperaban de nosotros. Y que al final, cuando todo se desmadra, resolvemos con un clásico: autoengañándonos.
Es decir. El día que te pillan con las manos en la caja, ya te has convencido de que era compartida.
Y si lo ha hecho tu gente, ídem. Porque, ¿qué pasa con esos que no roban y, a la vez, se rodean de trileros con máster en saqueo? ¿Con quienes jamás firmaron algo turbio, pero viajaban en coche oficial junto al trío calavera? ¿Los que comparten consejos a altas horas de la noche y luego pillan al colega con el carrito del helado y la secretaria lamiendo cucurucho… y aseguran que no podían imaginar?
Yo puedo aceptar que haya políticos y asesores mangantes, tremendamente vividores y sinvergüenzas. Incluso, y esto duele porque da más asco que sorpresa, se corrompan señores que se autocalifican de izquierdas. Vendidos tragándose sus principios como si fueran omeprazol antes de una comida indigesta.
Pero lo que no compro es la cara de póker de quienes se sientan a su lado, culo con culo, y afirman que jamás sospecharon.
¿De verdad Pedro Sánchez, tan listo, tan hábil, tan lector de almas, no intuía que Koldo, Ábalos y Santos Cerdán habrían estado mejor haciendo cine de destape? ¿En serio María Chivite se enteró por los jueces de la trama navarra? ¿Nadie dentro del partido se olió el pastel?
¿De verdad Pedro Sánchez, tan listo, tan hábil, no intuía que Koldo, Ábalos y Santos Cerdán habrían estado mejor haciendo cine de destape?
Bastaba con aplicar el sentido común. Esa punzadita que recuerda que en política, como en los bares, si no sabes quién es el borracho probablemente solo tengas que mirarte al espejo.
Pero claro, el osado que rompe la omertá acaba comiendo solo. Así que, mejor, jugar a la gallinita ciega y seguir en la foto.
Bien lo sabe el PP, único partido de toda Europa condenado por corrupción. Ahí está, repartiendo carnés de decencia mientras paladea su regreso al poder con la mano tendida al chiringuito voxero de Abascal. A fin de cuentas, con esta peña se olvida pronto, se perdona rápido y se vota igual.
No sé, seguramente me he alargado muchísimo para acabar dando la razón a Mariano Rajoy cuando dijo aquello de “cuanto peor, mejor, mejor para mí el suyo beneficio político”. Nunca terminé de descifrar el trabalenguas, pero a la vez, intuyo que el Oráculo de Pontevedra dio en el clavo.