Infeliz fiesta de la democracia
La democracia no tiene tantos años como Matusalén, pero se le acerca. Nació en el siglo V antes de Cristo, en Atenas. Época de túnicas unisex, aceite de oliva a chorros, la filosofía en el centro de la enseñanza, cinco definiciones de amor para evitar confusiones y una plaza mayor destinada a ser el chupchup del “gobierno del pueblo”. Igual que ahora, ¿eh?
Los griegos clásicos fueron unos cerebritos. Tiene mérito ser el primero en algo. En algo así: cocinar un nuevo régimen político para que el de abajo eleve la voz y tenga voto, capaz de superar la tiranía humana, lograr el consenso social y alcanzar nuestros días manteniendo el tipo.
Bueno, esto último no lo tengo tan claro. La democracia es, en este momento, lo más parecido a una ilusión. No porque acudir a las urnas con la esperanza de influir en la formación y ejercicio del nuevo gobierno despierte alborozo. Me refiero al otro significado de la palabreja: espejismo. Vivimos tiempos tristones donde la inmensa mayoría del personal mete la papeleta con la pinza del tendedero en la nariz y más gente de la deseable se queda en casa. Vamos por tantas secuelas de la misma película que ya ni nos molestamos en fingir gesto de responsabilidad.
Probablemente el término “fiesta de la democracia” fue acuñada cuando el pueblo ateniense la estrenó. Ahora, si queda algo de jolgorio es porque las elecciones tocan en domingo, día oficial de marianito y rabas, combinación que alegra al más pintado. Con independencia de los resultados que regurgitaron ayer las urnas, las conversaciones de barra de bar y los porcentajes de abstención han dejado claro el problema de fondo. La ciudadanía, así en general, no se siente demasiado representada por la clase política, casta, fauna, como se la quiera llamar. Peor aún, desconfía. Existe cierta unanimidad sobre que las campañas van de “prometer hasta meter y una vez metido...”.
La expresión es de lo más soez, pero de peor gusto resulta el bajo rendimiento de la mayoría de estos delanteros de la política. Ciertas formaciones llevan años en el gobierno y quieren encajar el gol en los últimos minutos del partido intentando convencernos de que la próxima legislatura será la definitiva, la de las soluciones e hitos memorables. Seguro que por eso nuestros representantes públicos han inventado pasar de curso con asignaturas suspendidas. Queda regulero imponer a bípedos que aún están aprendiendo a multiplicar una exigencia que no se aplican para sí.
Hay personas que hacen repaso de las últimas legislaturas y deciden que no creen, se declaran en rebeldía y afrontan la crítica que vendrá después por incumplir su deber ciudadano. Vivimos en sociedad y eso obliga, dicen, aunque el panorama sea catastrófico, a mojarse. Ayer lo pensaba. Votar es como cuando en la tierna infancia llegaba a casa una tía segunda pidiendo beso con cuatro caramelicos en la mano: tragar saliva y poner la mejilla.
Por eso, muchos votantes se dejan comer la oreja, autoconvencidos o resignados. Piensan que la alternativa pinta peor, descartan y regalan la papeleta al de siempre. Luego están quienes se animan a probar algo nuevo, porque encaja mejor con sus valores o deciden, en contra del refrán, que más vale bueno por conocer. Arriesgan como el que inventó el helado de fabada. Algunos acabarán haciéndose fans de ese candidato, o de ese partido, pero a la larga no suele salir demasiado bien.
La democracia fue una gran idea y convendría preservarla. La teoría dice que proporciona un marco legal y político para proteger los derechos individuales y las libertades civiles, ayuda a prevenir el abuso de poder gracias a la separación de poderes, estimula la diversidad de opiniones, fomenta la estabilidad, aunque no garantice la paz, favorece la transparencia y permite la rendición de cuentas. En la práctica, la mesa se mantiene en pie pero cojea.
Quizá no sea la “fiesta de la democracia” lo que no despierta entusiasmos, sino la política, o los políticos, que no dejan de ser personas con sus tropecientas taras. Los humanos tenemos la tendencia a crear grandes cosas, pero también a estropear lo que tocamos. Estos últimos meses hemos vuelto a escuchar mil promesas en un panorama trufado por la corrupción, la especulación del mercado inmobiliario, una sanidad saturada, la cesta de la compra por las nubes y el poder adquisitivo cuesta abajo.
Urgen recetas con la efectividad de un frenadol al primer estornudo. También consenso, pero del que pone en el centro del acuerdo a la ciudadanía, no el reparto de cargos y despachos. Más ética que aritmética.
¿Qué pasaría si un día llega un partido, un político, y confiesa que no tiene demasiada idea de cómo arreglar todo este berenjenal, pero tiene ganas, se ha rodeado de gente híper valiosa en lo suyo, ha bosquejado medidas que podrían funcionar, que se va a dejar la piel e intentará que el proyecto dure más de cuatro años, y que si la cosa no marcha dará paso al siguiente?
¿Y qué han hecho la mayoría de aspirantes a lehendakari? Ante diagnósticos comunes, anunciar medidas dispares, a veces antagónicas, alimentando la polarización. Eso tampoco ayuda. Se ha impuesto la política de escaparate, donde parece que ha de ganar quien más excita a las masas, no el que mejor trabaja. También está de moda decirle a cierto sector disfuncional lo que quiere oír, como que los inmigrantes son el demonio, el cambio climático una falacia y que ETA está resucitando. Alimentar la ignorancia. Echar leña a la crispación. Blanco o negro. Buenos y malos. Todos los partidos tienen una varita mágica, pero los trucos acaban agotándose.
Lo que no se lleva mucho es la coherencia. Ni la sinceridad. Y quizá la respuesta está ahí. Justo ahí. ¿Qué pasaría si un día llega un partido, un político, y confiesa que no tiene demasiada idea de cómo arreglar todo este berenjenal, pero tiene ganas, se ha rodeado de gente híper valiosa en lo suyo, ha bosquejado medidas que podrían funcionar, que se va a dejar la piel e intentará que el proyecto dure más de cuatro años, y que si la cosa no marcha dará paso al siguiente? ¿Se lo oísteis a alguno de los candidatos y candidatas vascos?
Ayer fue la “fiesta de la democracia” y hoy es lunes. Uno más. Uno menos. Se hace difícil pensar que “un voto, una persona” ha cambiado algo, pero hemos venido a este mundo a jugar, a mantener la esperanza, porque la esperanza es lo último que se pierde. Además, aquí política hacemos todos y todas. No solo cuando acariciamos la urna, también con esas decisiones, pueriles o cruciales, que tomamos en la cotidianeidad del día a día.
Qué importante sería volver a hacer política en la calle, como en esas ágoras atenienses de encuentro y reflexión. Rescatar, por qué no, aquel espíritu del 15M que decayó tan pronto como alguien instrumentalizó el movimiento. Cultivar el aliento crítico, exigir participación ciudadana real, no cada cuatro años, en cada avance trascendental. Hacer rendir cuentas, pero de verdad, a quienes ocupan el sillón. Y el pueblo, tú, yo, asumir nuestra responsabilidad por haberles colocado allí.
No sé, supongo que estoy de resaca (electoral).