Un parque éolico proyectado por Ekiola.

Un parque éolico proyectado por Ekiola. EFE

Opinión AHÍ VAMOS, TIRANDO

Energía limpia, estrategia sucia

5 julio, 2024 05:00

La transición energética es una necesidad ineludible. Hasta ahí, estamos de acuerdo. Hasta ahí. Pocas veces vi más hipocresía por metro cuadrado que en torno a este asunto. Quienes manejan el cotarro nos vendieron el santo grial de la sostenibilidad envuelto en renovables. Ahora que ya tienen el discurso armado, han comenzado a desplegar macroproyectos fotovoltaicos y eólicos arrasadores. Entran en el mundo rural como elefante en cacharrería, toman las tierras y dejan a los pueblos temblando. A la larga, esta estrategia solo puede conducir al cataclismo. Pero, en su mirada cortoplacista, lo prioritario es mantener la producción y que las ciudades continúen devorando recursos. Cambió el disfraz para que todo siguiera igual.

En la comarca alavesa de Gorbeialdea, encontramos una de tantas pruebas de cargo. La amenaza planea con más de 100 hectáreas de trinchera fotovoltaica que pondrían en jaque la economía agroganadera y aislarían la zona. Los vecinos andan en pie de guerra, pero de momento las altas instituciones hacen mutis por el foro. Tampoco sorprende. Con el nuevo reglamento sobre la mesa, los macroproyectos de renovables de más de 50 megavatios ya no necesitan una declaración de impacto ambiental. Es la enésima deferencia hacia los lobbys eléctricos, un obstáculo más en la batalla de las comunidades rurales.

Decir “Pamplona” con medio bocata de chorizo entre los carrillos no suena serio, pero es lo que hace el sistema: llenarse la boca hablando de sostenibilidad y repetir la palabreja con gesto grave mientras hace estas barrabasadas. Los macroproyectos de renovables producen energía limpia y, sin embargo, no son sostenibles porque lo económico, social y medioambiental para nada van de la mano. Cuando las tierras agrícolas pasan a ser campos solares o eólicos, la capacidad de producir alimentos se va al traste y comienza el desmoronamiento de la economía local. Los ingresos generados por estas megainstalaciones fluyen hacia las grandes corporaciones y las ciudades. Los pueblos se quedan con las migajas, si no con las manos vacías. 

Los macroproyectos de renovables producen energía limpia y, sin embargo, no son sostenibles porque lo económico, social y medioambiental para nada van de la mano.

La paradoja salta a la vista. En nombre de la transición energética se desmantela la esencia del mundo rural, acelerando el riesgo de despoblación. De seguir así, más pronto que tarde seremos testigos de las peores consecuencias. Los campos que antes sustentaban a familias enteras quedarán reducidos a cenizas tecnológicas. La gente joven, al ver que sus perspectivas de empleo y calidad de vida se desvanecen, huirá del pueblo. Las pocas tiendas que pudieran existir desaparecerán y esas comunidades que luchaban por construir un nuevo futuro echará el cerrojo. Suena a película distópica, pero la realidad siempre ha superado a la ficción. Al final, no quedará nada para nadie.

El caso de Gorbeialdea no es una excepción, sino la regla de un sistema que glorifica la sostenibilidad de fachada mientras sacrifica a los más vulnerables. Son muchos años usando el campo como cantera de recursos para alimentar la insaciable maquinaria urbana. Y ahora que toca salvar el planeta, no se nos ocurre mejor idea que destruir su mejor guardián. Ya está bien. No podemos permitir que el mundo rural siga siendo el cordero sacrificial en el altar de las ciudades. Necesitamos menos elogios a los pueblos y más hechos, aunque sea por puro egoísmo. Nuestra supervivencia pasa por construir territorios fuertes, vitalistas, autónomos, no proveedores serviles ni esclavos.

Los campos que antes sustentaban a familias enteras quedarán reducidos a cenizas tecnológicas

Mientras las soluciones al cambio climático se construyan sobre los cadáveres de las comunidades rurales, estaremos perdidos. Nos debemos una verdadera sostenibilidad. Y eso pasa por un cambio profundo en nuestro modelo, un nuevo paradigma que priorice la equidad social, la justicia económica y la protección ambiental. Suena utópico, pero desde Galicia hasta Cataluña encontramos proyectos que han roto con Goliath. Allí donde David tomó la riendas, se ha demostrado que el beneficio no se mide solo por kilovatios generados, sino en la capacidad de crear comunidades resilientes y autosuficientes.

Es hora de descentralizar la toma de decisiones, empoderar al mundo rural, asegurarnos de que los beneficios económicos se queden donde se generan y volver a graduar las gafas urbanitas. La ciudad consume, derrocha, depreda. Llevamos demasiado tiempo exprimiendo la ubre para saciar nuestro voraz apetito. Demasiado tiempo actuando como si los recursos fueran infinitos o perfectamente sustituibles. Demasiado tiempo con los brazos cruzados, la voz estrangulada y la mirada miope. Si la mayoría de la población sigue por el mismo camino, perpetuaremos el lavado de cara, beneficiaremos por un ratito más a los de siempre y finalmente nos castigaremos todos.

No sé, supongo que el dinero nunca fue tan asquerosamente verde.