Cuando nada es permanente acabamos corriendo en la rueda del hámster | UNSPLASH

"Cuando nada es permanente acabamos corriendo en la rueda del hámster" | UNSPLASH

Opinión

Reflexiones de 'Año Nuevo' o por qué nos pegamos la piña en septiembre

6 septiembre, 2024 05:00

Agosto es ese amante que se hace de rogar, llega tarde, permanece apenas por un rato y sale por patas con las sábanas todavía calientes. Un caprichoso al que se lo consentimos todo porque necesitamos su revolcón para dar sentido a nuestra vida. Es el mes de las masas, de los proletarios del tiempo libre que anhelan encontrar el bálsamo a las angustias existenciales superado el ecuador del verano, parkings de sombrillas, pueblos de temporada o, a poquito de suerte, escapada por Europa. Una cápsula de alegrías breves que acaba dejando bronceado dudoso, dos kilos de más y retrogusto amargo, porque cuando por fin empezamos a repantigarnos dentro de su placer efímero cae la octava hoja del calendario. Campana y se acabó.

En lo que tarda un helado de dos bolas en derretirse, nos chocamos de nuevo con la rutina de septiembre. Cambiamos bañador por pantalones largos mientras los árboles inician su topless particular. La euforia del sol da paso a los fluorescentes de oficina. Decimos adiós a la libertad de las chanclas y comidas a deshoras para volver a encajar en el engranaje perfecto de jornadas laborales interminables. Un modelo de trabajo, de vida, de muerte en vida tan rancio que cuando nuestros abuelos lo estrenaron ya debería de haber caducado. Todo mal.

Teóricamente íbamos a empezar nuevo curso currando 37,5 horas semanales. Ahora Yolanda Díaz está de que ni sí ni no ni lo contrario, porque vamos a ver, ser comunista de carnet y hacer feliz a la patronal no resulta fácil. Además, tampoco es que la clase trabajadora ande alborotada por el asunto. Hemos llegado a construir una sociedad tan dócil, tan sumisa, tan sonrojantemente zombie, que si nos proponemos mover el culo es por una campaña de marketing para llenar el carro de la compra con frutas tropicales y sueños húmedos. Punto para el capitalismo.

Seguimos sumidos en una estructura que no da tiempo ni para conciliar, ni para soñar, ni para sentarse en el trono con el esfínter relajado y un buen libro entre manos

Las comparaciones son odiosas. Tramposas, en ocasiones. Pero las cosas, claras: mientras otros países como Islandia o Suecia coquetean abiertamente con la semana laboral de cuatro días, aquí seguimos mirando a quienes están peor para permanecer sumidos en la resignación cristiana de una estructura que no da tiempo ni para conciliar, ni para soñar, ni para sentarse en el trono con el esfínter relajado y un buen libro entre manos. Toda una condena incluso cuando tenemos la fortuna de ganarnos el pan haciendo algo que, más o menos, nos gusta.

Estamos encadenados a un modelo que regala migajas fuera del trabajo, glorifica la fatiga, perpetúa la absurda idea de la productividad como propósito personal y disfraza de conquista cualquier minúscula reducción horaria. Además, de un tiempo a esta parte se están poniendo de moda ciertos cretinos vendehumos, predicadores sin músculo mental ni sentido común, dispuestos a cargarse la poca lucha social que pueda quedar lanzando entre los chavalitos discursos sobre el hustle culture y la necesidad de aprovechar cada segundo para ser ultraeficientes.

En vez de construir puentes hacia un futuro más humano, seguimos levantando muros cuando ya nos han invadido los caminantes blancos.

Cuando nada es permanente, ni siquiera la promesa de que nuestras condiciones materiales puedan mejorar, acabamos corriendo en la rueda del hámster

Total, que volvemos a eso que llamamos vida cotidiana renovados de energía y las pilas nos duran, de chiripa, dos semanas. A la tercera, ya estamos contando los días para abrazarnos al amor fugaz del próximo puente. La “modernidad líquida” de la que habla Zygmunt Bauman es lo que tiene. Cuando nada es permanente, ni siquiera la promesa de que nuestras condiciones materiales puedan mejorar, acabamos corriendo en la rueda del hámster hacia una meta que siempre parece estar más allá del horizonte. Conclusión: empezamos a quemarnos y elegimos conformismo como animal de compañía.

Los expertos lo llaman síndrome del burnout, porque en inglés todo suena más sofisticado, pero no se trata más que del agotamiento de siempre, ese que nos deja lo suficientemente secos como para festejar que llegó el viernes por la tarde con un par de cervezas. Humilde recompensa y a seguir adelante cual autómatas programados, con un “ahí vamos, tirando”, “así es la vida”, y toda esa sarta de latiguillos que nos repetimos para no perder la cabeza. Al final, eso es lo que queda: un consuelo estoico, una palmadita en la espalda por el trabajo bien hecho, como si la existencia no fuera más que una carrera de resistencia y nosotros, los fondistas obsesionados por llegar a la próxima parada, a la próxima excusa, para evadirnos.

Sufrimos un modelo laboral diseñado para las fábricas del siglo XIX, no para la economía digitalizada del siglo XXI. En el fondo lo sabemos pero aun así llega septiembre, que es el verdadero enero, y como en un chiste de “cuál es el colmo de los colmos” nos convertimos en nuestros peores enemigos. En lugar de enfrentar la realidad, salir a las calles, quemarlas o, bueno, tratar de tomar algo de control sobre nuestro tiempo, resetear, bajar el ritmo, recuperamos las listas de cosas por hacer de inicios de año y añadimos nuevas tareas. Fitboxing, Duolingo de italiano, qué se yo. Suma y sigue mientras continuamos dándolo todo en el trabajo, aferrados a la ilusión de que con más quehaceres aparentemente estimulantes hallaremos el sentido de un sistema que nunca estuvo pensado para que lo encontremos.

Es una especie de obligación moral, perfectamente aliñada por eso que ahora llaman “gurús del desarrollo personal”. Ayer leía un artículo sobre un un tal Adam Grant, quien pontifica septiembre como “el momento ideal para explotar todo nuestro potencial creando oportunidades de triunfo”. Hasta las narices.

Yo estoy más en la cuerda del economista Richard Layard, quien sugiere en su obra "Happiness: Lessons from a New Science" que la búsqueda constante de logros, conocimientos y nuevas habilidades no conduce necesariamente a una mayor felicidad. En realidad, esto es tan evidente como que el sol sale por el este pero siempre se nos olvida, porque aquí estamos, haciendo malabares con agendas sobrecargadas y actividades extralaborales que al final nos torturan en lugar de dar placer.

Está claro que fijarse metas, aspirar a mejorar, es admirable y necesario. Pero cuando esa dinámica nos consume, quizá sea momento de hacer una pausa y reevaluar prioridades

 A mí, la idea de que hemos de esforzarnos por ser “más”, más productivos, más ricos, más llenos de hobbies, me tiene tan frita que he decidido empezar a practicar el “menos”. Intentarlo, como poco. Con esto no me refiero a sucumbir a la mediocridad, otra lacra del mundo moderno de la que seguro escribiré en próximas ocasiones. Está claro que fijarse metas, aspirar a mejorar, es admirable y necesario. Pero cuando esa dinámica nos consume, quizá sea momento de hacer una pausa y reevaluar prioridades, de encontrar entre los resquicios de este sistema tan bien montado las pequeñas fugas de libertad para alcanzar el equilibrio entre la ambición y la serenidad, para disfrutar de la simplicidad sin renunciar a la plenitud.

No sé, supongo que se nota que acabo de llegar de una mísera semana de vacaciones en los coletazos de agosto. Pero lo que estoy intentando explicar es que, tal vez, solo tal vez, el mayor acto de rebeldía en esta sociedad del “siempre más” sea aprender a plantarnos con un “suficiente”. Y dejar de pegarnos la piña. Digo yo.