
No estaba muerto, estaba de parranda: reflexiones sobre el estado actual del periodismo
No estaba muerto, estaba de parranda: reflexiones sobre el estado actual del periodismo
El desastre actual va de mucho más que de la ultraderecha mediática, esa que ahora está en el candelero
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No está muerto, anda de parranda. El periodismo, digo.
Cuesta abajo y con fallos en los frenos, vapuleado en vivo y en directo. Y lo peor es que el plató está lleno, las cámaras encendidas y la audiencia devorando como un reality de caníbales.
Desconozco en qué momento exacto comenzamos a dejar de contar historias para fabricar titulares, acumular visualizaciones, epatar. Quizá fue cuando, poco a poco, con discreción, empezaron a entrar por la puerta de atrás los nuevos propietarios del circo: fondos de inversión, grupos empresariales repletos de intereses cruzados, herederos de apellidos que juegan a ser editores y políticos que se las dan de mecenas. No compraron medios para hacer periodismo. Dieron el paso para blindarse e influir, con balances donde lo que cotiza no es precisamente la verdad.
Resultado. Las redacciones sucumbieron al culto de la métrica, vaciándose de periodistas para convertirse en una cadena de montaje de clickbaits. Los consejos de administración, sabios en ceros e ignorantes en ética, impusieron sus propias normas. Ser los primeros en publicar el enésimo exabrupto de Fulano, sin importar su credibilidad. La obligación de ensalzar a los que nos dan de comer. El imperativo de enfangar al de la otra orilla. Por poner ejemplos.
O quizá fue un contagio más lento, más profundo. Tal vez el virus llevaba tiempo ahí, latente, mutando en silencio, por todos estos factores y unos cuantos más. Preparado para saltar del laboratorio al prime time y extenderse como chapapote caliente sobre todo lo que un día fue oficio.

El periodismo tiene muchos problemas como las fake news.
A saber. Lo que tengo claro es que el desastre actual va de mucho más que de la ultraderecha mediática, esa que ahora está en el candelero. Me niego a desquitarme echando la culpa a los vitoquiles de turno, esos gañanes con micro que convierten la ignorancia en performance y el odio en trending topic con una facilidad que haría sonrojar a Goebbels. O a los tertulianos magufos que, entre suplementos milagrosos y ouijas, disfrazados de faro del conocimiento universal, nos cuelan tropecientos bulos.
Esa peña tiene más peligro que un mono con navaja, sí. Pero no cae del cielo como castigo divino, no nace por obra y gracia de una palomica despistada, no brota por generación espontánea en los foros de Telegram.
Esos personajes son el síntoma más ruidoso, más evidente, de un ecosistema profundamente podrido. Una selva donde reina la inmediatez, el culto a la ignorancia, los favores ideológicos y la infoxicación.
En demasiadas redacciones ya no hay espacio para pensar, ni para plantar cara. Colegas currando con el freno editorial echado. Y otros directamente han cambiado credencial por megáfono: voceros con nómina y corbata institucional
Y donde, nos fastidie más o menos, quienes aún vamos por la vida de periodistas serios tenemos mucho que ver. Sin querer queriendo, quizá porque no supimos cómo evitarlo, porque hay que pagar facturas y la dignidad nunca nos sacará de pobres, acabamos metiendo la cuchara en un caldo demasiado turbio.
Porque mientras ellos agitan, nosotros disfrazamos de periodismo un publirreportaje sobre la hamburguesa más fetén de la ciudad. Mientras fabrican humo, competimos por ver quién publica más rápido la nota de prensa de la Diputación. Porque en demasiadas redacciones ya no hay espacio para pensar, ni para plantar cara. Colegas currando con el freno editorial echado. Y otros directamente han cambiado credencial por megáfono: voceros con nómina y corbata institucional.
Y además, como gremio, la autocrítica nos cuesta horrores. La hacemos tarde, mal y con bozal. O directamente nos la pasamos por el forro del teclado, mientras nos decimos “es lo que hay”.
Pero no. Es lo que, aun en contra de nuestra voluntad, hemos dejado que haya. Lo que hemos vendido, trozo a trozo, al mejor postor.
Ahora bien, no vengo aquí a flagelarme. Vengo a incomodar a todos. También al lector, al espectador, al oyente.
Porque sí, la gente se queja del periodismo. Y con razón. Pero luego comparte titulares sin leer el cuerpo, enganchada a la última fake new. O sienta el culo cada semana frente a programas que convierten la mentira en caprichín. Y a disfrutar. Total, no hay nada que ponga más cachondo al personal que una teoría de barra de bar empaquetada con rótulo estridente, llenita de conspiración y fácil de digerir.
Iker Jiménez, por mencionar un referente de tantos, lo sabe. Y su audiencia crece mes a mes como un hongo radioactivo en el sótano de un asesino de peli de tarde. ¿Pero la responsabilidad es solo suya? ¿O también de la barbaridad de personas que lo eligen, esa audiencia tan listísima que se indigna con las mentiras de “los otros” mientras se prepara unas palomitas para devorar la siguiente de “los suyos”? ¿Vamos a asumir nuestra parte o echar la culpa al sistema, que nos tiene anestesiados, y a seguir?
Vivimos en una época en la que queremos saber sin esfuerzo, comprender sin contexto, construir opinión sin contradicción. Una época donde lo que más se consume no es información, sino confirmación. Y en esa ansiedad por reafirmar lo que ya creemos, el periodismo que duda, matiza, cuestiona, molesta.
El periodismo no nació para gustar. Entre otras cosas está, o debería de estar, para incomodar. Sobre todo, a los que consideramos nuestros
Pero el periodismo no nació para gustar. Entre otras cosas está, o debería de estar, para incomodar. Sobre todo, a los que consideramos nuestros. Al que nunca cambió de diario, al que siempre ve el informativo en la misma cadena, a los políticos de nuestra cuerda, a los convencidos.
Está para hacer preguntas que nadie quiere responder. Señalar contradicciones. Poner claridad donde solo hay ruido. Porque alguien tiene que estar ahí para contar lo que pasa, para ser el grano en el culo del poder. Aunque sea difícil. Y a veces duela. Aunque, incluso, haya días en los que parezca que hablamos solos.
Yo nunca he creído en la objetividad. Todos tenemos sesgos, ideologías, emociones, marcos mentales. Lo que no podemos perder es la honestidad.
La honestidad de decir “no lo sé” cuando no tenemos ni pajolera idea. De contrastar. De no disfrazar opinión de información. De no convertir cada pieza en un ridículo señuelo de clics. Honestidad para recordar que las palabras pesan y que, a veces, matar el matiz es aniquilar la realidad.
Y sí, aún quedan periodistas honestos. Están los que aguantan en ruedas de prensa sin turno de réplica para buscar las respuestas fuera. Quienes investigan teniendo menos recursos que luces un barco pirata. Los que escriben sin atajos aunque eso les saque de los ránkings. También medios pequeños, valientes, que eligen ser los últimos en publicar pero los primeros en contar bien las cosas, tomándose su tiempo, ahí, al baño maría. Por eso colaboro en Crónica Vasca, ya ves tú.
Una democracia sin periodismo libre es, simple y llanamente, propaganda
No sé, seguramente quiero decir que no todo está perdido. En el Congreso hay periodistas plantando cara al acoso, defendiendo su espacio con dignidad. Hay profesionales que desmontan patrañas a diario, sin hacer de ello un espectáculo. Y, por supuesto, gente que aún se emociona con un reportaje cuidado hasta las trancas, con una historia contada como Dios manda, con un cara a cara audaz.
El periodismo sigue siendo fundamental. Porque una democracia sin periodismo libre es, simple y llanamente, propaganda. Y, sobre todo, porque la cruz de un periodismo honesto no es únicamente el show más zafio: es la mentira organizada.
Y este juego de equilibrios, estimado lector, también te afecta a ti. Por supuesto. A fin de cuentas, si eliges morbo, guerra cultural, chismes, porque es fácil y además deseas reafirmar ideas para no sentirte más perdido de lo que ya estás, eso será lo que vas a tener. Lo que vamos a tener todos. No hay botón de escape.
Así que la próxima vez que te preguntes qué le pasa al periodismo, mejor reformula: ¿Qué nos pasa a nosotros, a todos nosotros?