Me importa un carajo cuántos misiles haya lanzado Hamás antes de que Israel se pusiera farruco. En serio. Tampoco voy a batirme a capa y espada por el eterno debate sobre cuándo y cómo empezó la movida. Desconozco si antes de que nada de esto existiera ya existía la Palabra y si la Palabra era Dios o un cabrón desalmado. Además, me lío con las resoluciones de la ONU. Y eso de los “dos Estados” me suena más a terapia de pareja abocada al fracaso que a una propuesta rica, rica y con fundamento.

Y aun así, o quizá precisamente por eso, estoy plenamente convencida de lo siguiente. Ningún ser humano vivo, ni siquiera el último becario de Pedrerol, necesita controlar sobre geopolítica para saber lo que está pasando. Para nada hace falta tener el conocimiento de un analista postrado a los pies del Campo de los Olivos o con la mirada perdida en el devastado Puerto de Anthedon.

Esto no tiene la complejidad de la ecuación de Schrödinge. Qué va. Y quien afirme lo contrario, que se lo haga mirar. Hace tiempo que este asunto dejó de ser un conflicto histórico con múltiples narrativas. O una coreografía de bloques y vetos.

No sé, seguramente quiero decir que estoy harta. Hasta las narices de los que te acusen de alinearte con los movimientos islamistas por denunciar al aparato sionista. De la pujante ultraderecha occidental llorando por los derechos humanos cuando le conviene

Lo de Israel con Palestina se ha convertido en un truecrime a cámara lenta. La limpieza étnica del momento, retransmitida en directo y alta definición.

Y nosotros contemplamos el genocidio, porque esa es la palabra, genocidio, desde la comodidad del sofá. Muchos, consternados, incrédulos, horrorizados. Otros, más de los necesarios, con cierta satisfacción, como el archienemigo del Doctor Gadget acariciando a Mad Cat.

Sorprendentemente, o tal vez no, aún hay quienes insisten en que lanzar bombas sobre hospitales es una respuesta legítima. Y no importa el vértigo de los números. Se han convertido en especialistas defendiendo lo indefendible. Igualito que cuando un niño rompe un cristal de un pelotazo y jura que fue el viento.

Qué le vamos a hacer. La vida es así y no la he inventado yo, ni tú, ni el que asó la manteca. Pero me angustia la capacidad de algunos para empaquetarla, justificarla y revenderla con el ticket del Holocausto grapado detrás y un seguro a todo riesgo suscrito por Wall Street.

En año y medio, han caído más de 130.000 toneladas de bombas sobre Gaza. El 80% del territorio ya es polvo. La infancia, balance sin derecho a duelo. Solo en los dos últimos meses, Israel ha asesinado a 700 menores y herido a 1.900.

No lo digo yo. Son datos de la ONU, esa que cuenta cadáveres con una mano mientras con la otra firma resoluciones que no valen ni para envolver sardinas.

Jamás se toleraría semejantes atrocidades de otro Estado y seguir tratándolo de usted y como democracia. Bastaría un tuit para activar sanciones, resoluciones, portadas, amenazas. La barra libre es para Israel, porque los traumas le excusan, el dinero lo cubre, las cumbres borrascosas condenan con la boca pequeña

Mueren más niños de los que nacen, y los que llegan al mundo cruel no es con una barra bajo el brazo. Ahora familias enteras caen haciendo cola en la panadería. Israel lo bombardea todo. Escuelas que no valen ni como refugio: Al-Nasr, Musa bin Nasser, Al-Hasaynah... Hospitales de los que solo queda el nombre. Ni electricidad, ni anestesia, ni antibióticos. La Franja perdió incluso el derecho a respirar de forma asistida.

La aberración se ha convertido en parte del procedimiento. También el hambre es parte del plan. 

Netanyahu ha bloqueado la entrada de alimentos, como quien baja la persiana de un ultramarinos a mitad de la jornada laboral con un cartel de “volveré pronto” y nunca más se supo. Los camiones cargados de ayuda ya no pasan de la frontera. Más de dos millones de personas comen poco y mal. Casi 500.000 están al borde la hambruna. La gente pierde peso y defensas. Las infecciones se propagan sin resistencia. Quien sufre diarrea sabe que fue sentenciado a muerte.

Gaza es una prisión al aire libre. Una despensa vacía con barrotes.

Y el Gobierno de Israel, una diva valiente y poderosa. Porque se le permite. Y se le financia. Hace lo que quiere porque puede decirlo alto y claro, sin complejos, grabándolo y repitiéndolo en la golden hour. Que va a conquistar Gaza. Purificarla. Con la ayuda de Dios. Tal cual. Una impunidad escandalosa, planchada con la raya diplomática de la OTAN.

¿Imaginas si Rusia dijera esto de Ucrania? ¿Corea del Norte del Sur? ¿Cuba de Miami?  ¿Y si materializara, literalmente, el discursito? 

Claro que no. Jamás se toleraría semejantes atrocidades de otro Estado y seguir tratándolo de usted y como democracia. Bastaría un tuit para activar sanciones, resoluciones, portadas, amenazas. La barra libre es para Israel, porque los traumas le excusan, el dinero lo cubre, las cumbres borrascosas condenan con la boca pequeña.

No sé, seguramente quiero decir que estoy harta. Hasta las narices de los que te acusen de alinearte con los movimientos islamistas por denunciar al aparato sionista. De la pujante ultraderecha occidental llorando por los derechos humanos cuando le conviene. Del “yo no soy racista, pero...”. De que la vida tenga distinto precio según la orilla.

De que matar se pueda justificar si estabas en el lado “correcto” de la historia. De los que se enervan más con un escaparate roto en París que con 35.000 cuerpos bajo escombros. De discusiones sobre estadísticas y margen de desviación.

¿Cuándo se empezó a sospechar más de quien denuncia una masacre que de quien la ejecuta? ¿Cuándo empezamos a discutir por la cifra de asesinados en vez de llorarlos? ¿A quién no se le puede poner la piel de gallina con el embajador de Palestina?

¿De verdad hace falta tener respuestas? ¿Hace falta saber? ¿O lo que hace falta, de una maldita vez, es humanidad?