Vivimos en la era del alto rendimiento. Y no me refiero a entrenar como una gimnasta soviética. Quiero decir: hoy en día quien para pierde, quien descansa estorba. Byung-Chul Han, el filósofo, lo explica de maravilla. Nos autoexplotamos creyendo que somos libres. Y encima damos las gracias.

Total, que nada se detiene. Ni siquiera el ocio. Ahora, ese espacio de tiempo para el que no había que rendir cuentas se cronometra y cuantifica. Se mide en stories de 15 segundos y clics. En terraceos con amigas, calorías quemadas, novelas subrayadas, películas de Netflix, destinos tachados de una lista. Hasta echar una cabezadita después de comer tiene que parecer productivo. Qué horror.

Por eso, cuando llega el verano, nos volvemos peones de nuestra propia agenda. No basta con tumbarse al sol: hay que sacarle partido. Viajar a tres ciudades en cinco días, aprender paddle surf, sacarse el B2 de inglés entre mojitos, volver a echar pinchitos igual que en el primer año de enamoramiento. Iniciar septiembres más cultos, más vividos.

Nos vendemos las vacaciones como premio, pero las gestionamos como otro trabajo

Es como si, por narices, el descanso tuviera que rendir beneficios. Una métrica para empezar el nuevo curso con la conciencia tranquila. Y la sonrisa rota.

Así de cruel. Nos vendemos las vacaciones como premio, pero las gestionamos como otro trabajo. Hacemos itinerarios con Excel. Miramos si el hotel tiene gimnasio. Activamos alarmas para pillar vuelo barato a las cuatro de la mañana. En ocasiones, madrugamos más de vacaciones que un miércoles.

Y llamamos desconexión a estar conectados como nunca. WiFi en el chiringuito de la playa, videollamadas desde el Airbnb, la cámara del móvil venga a hacer fotos para demostrar que hemos huido. Lo que viene siendo convertir el relax en un PowerPoint de anécdotas que, por supuesto, subiremos inmediatamente a las redes sociales.

La turra, que no falte.

 La economía de la atención no da tregua. Siempre encendidos, perpetuamente disponibles

Antes, creo recordar que el verano era tregua de verdad: siesta larga, pueblo, moscas zumbando. No había rutas que optimizar ni imágenes que editar al momento. Bicicleta vieja, castillos de arena, helados de hielo de 25 pesetas, picnis con tortilla fría y hormigas, mirar las nubes, batallas con piedras, cejas abiertas. Y nos olvidábamos del resto del mundo.

Se mataba el tiempo porque sí, con la marca de la camiseta o el bañador como único souvenir de vuelta a la rutina laboral. Y no había nada que justificar.

Quizá suene nostálgica. Pero nadie me va a bajar de esta burra. Antes se curraba hasta la saciedad porque no quedaba otra. Lo precario no quitaba lo valiente. Y con todo, trabajo y ocio eran especies distintas. Fábrica, por un lado, sofá por otro. Despacho cerrado, bar abierto.

Hoy todo se mezcla: la oficina cabe en el móvil, la tablet viaja en la mochila, las obligaciones se cuelan con un simple mail en la sobremesa. La economía de la atención no da tregua. Siempre encendidos, perpetuamente disponibles.

 Posturear para que quede constancia. Para que otros validen que nuestro tiempo libre merece la pena

El neoliberalismo de purpurina ha hecho mucha pupa. El viejo miedo a pecar por un poquito de placer ha sido sustituido por el terror a simplemente descansar. Parar por parar no suma, no puntúa. Es sospechoso. Si se desconecta es para eso que ahora llamamos reconectar. Algo así como un taller de recauchutado para el mantenimiento preventivo del empleado feliz.

Y echamos la culpa a los smartphones, Instagram y demás. Pero la tecnología no inventó esta ansiedad. Solo la colocó en la vitrina. La hizo portátil, medible, vigilante. Una lupa encima de cada minuto parado. Una correa que aprieta, pero no nos la quitamos. Y encima la asumimos como elección propia.

Además, y esta es la madre del cordero, hace no tanto tiempo el ocio era barato y colectivo: plaza, campa, fanta, pipas, caramelos. Hoy se vende como experiencia, checklist, marca personal. Hacer y consumir cosas chulas, o que al menos lo aparenten.

Porque no basta con vivirlo: hay que demostrarlo. Posturear para que quede constancia. Para que otros validen que nuestro tiempo libre merece la pena. Construir todo un catálogo de momentos que, se supone, miden quiénes somos y cuánto valemos. Obscenamente caros, obvio. Y súper auténticos, aunque al final de genuinos no tengan ni la etiqueta.

 Viajes empaquetados que prometen el oro y el moro mientras miles de turistas sudamos juntos, apretados en la misma foto de la misma puesta de sol

El ocio vacacional que nos vende este sistema agotador es lo más parecido a una cadena de montaje. Vuelos low cost para destinos high cost. Viajes empaquetados que prometen el oro y el moro mientras miles de turistas sudamos juntos, apretados en la misma foto de la misma puesta de sol. Una postal en serie. Por supuesto, cortando los extremos. Viva el autoengaño.

Sí, sé lo que algún lector avispado está pensando y no le falta razón: gastamos más que nunca en eso que llamamos ocio, descanso, vacaciones. Porque antes había tanta necesidad como obsesión por ahorrar. Y ahora queremos vivir. Pero es una trampa de manual.

Estamos gestionando nuestra supuesta liberación como si fuera un turno extra. Raspando tiempo que no nos dejan tener y cartera que cada vez da para menos en una farsa que no nos atrevemos a mirar de frente.

Porque, no nos engañemos, si paramos pensamos. Y si pensamos demasiado, igual se nos ocurre rebelarnos. Antes el opio era la religión. Hoy lo es este entretenimiento milimetrado y compartible.

Por eso, quizá ya sea hora de reclamar sin pudor un ocio lento, descaradamente improductivo. Ese placer olvidado de andar sin rumbo fijo, de tardes muertas. Hasta descubrir que oh, sorpresa, no pasa absolutamente nada. Bueno, sí, que estamos tan a gustito.

“El ser humano no está diseñado para ser feliz, sino para sobrevivir”.

También convendría un poco de ayuno digital, una dieta detox sin influencers, ni vídeos de TikTok, ni selfies obligatorios. Dejar el móvil apagado, no en silencio, algunas tardes. Asumir que lo que vivimos sigue existiendo igual de fuerte. Y que al hacerlo para nada se caerá el mundo. Ni desapareceremos. Al revés: nos vamos a encontrar.

Porque al final, eso tan temido que llaman aburrimiento puede que sea la terapia más magnífica. El verdadero lujo del siglo XXI.

Ahora bien, don’t worry: Mr. Wonderful ya sacará una taza para recordarnos que somos los mejores del mundo mundial si seguimos yendo a tope, con el ánimo por las nubes. Es lo que tiene este mercado implacable, siempre listo para sabotear nuestro propósito de verano nuevo. En caso de que se nos ocurra tenerlo.

No sé, seguramente estoy un poco cabreada porque acabo de leer a la Rojas Estapé diciendo que “el ser humano no está diseñado para ser feliz, sino para sobrevivir”. Y se me ha revuelto el segundo café del día. Culpa mía por ser una firme defensora del dolce far niente.

Y así seguiré. Ojo. Mirada al infinito, pies en alto y cerveza bien fría. Incluso si es Cruzcampo.