Últimamente, España parece un remake malo. Algo así entre House of Cards y La que se avecina. En un capítulo, burdeles y saunas. Al siguiente, reconquista en Torre-Pacheco. El resultado, un caos de testosterona, machismo, xenofobia, oportunismo e hipocresía donde solo importa una cosa: ganar el relato. A cualquier precio.

Y, por supuesto, nosotras estamos en el centro. O, mejor dicho, nos colocan ahí cuando les conviene. A las guapas, las feas, las listas, las tontas, las ricas, las pobres, las nacidas aquí y las llegadas de lejos. Todas acabamos convertidas en lo mismo: material de campaña.

Sí. Lo de Sánchez y la furia ultra son movidas distintas. Dignas de ser analizadas por separado, con sus aristas y miserias propias. Pero, si arañas un poco, descubrirás un denominador común que está pasando demasiado desapercibido: la instrumentalización de las mujeres.

Nos han convertido en el comodín del público en un concurso barato. Munición de guerrilla. Lo que demuestra, creo, que en realidad les importamos una mierda

Lo importante es debilitar al contrario. Polarizar aún más el ambiente. Y para conseguirlo, las señoras les estamos sirviendo de mil maravillas. Como prueba cuando encajamos en el discurso, borrándonos si lo estropeamos.

Nos han convertido en el comodín del público en un concurso barato. Munición de guerrilla. Lo que demuestra, creo, que en realidad les importamos una mierda. O que, por encima de todo, se importan ellos. 

Empecemos por los patriotas de pulserita rojigualda, a los que no voy a llamar fachas porque ya se encargan otros de hacerlo. Ellos, que niegan sistemáticamente la violencia de género, andan ahora preocupadísimos por el bienestar femenino.

Eso sí, cuando el delincuente es extranjero, suegro del Presidente o, en su defecto, los tres del Peugeot.

Ahí están, en Murcia, el Congreso y las redes, repartiendo leña con complejo de Cid Campeador. Dispuestos a limpiar la nación de la invasión magrebí que, dicen, va contra todo: el patrimonio, la seguridad y, oh, Dios mío, las mujeres.

Si nos agreden los de ocho apellidos españoles, pan de cada día, hemos de aceptar que son cositas que pasan entre personas adultas. Si lo hace un tipo que saltó la valla, entonces por supuesto: de repente existe la opresión por razón de sexo.

Las mujeres estamos presentes en sus rezos y oratorias, sí, pero mientras sirvamos de excusa para agitar el “nos invaden”, acicate para reforzar fobias y estrategia para rascar beneficio político

Pero a medias. No como problema estructural, porque eso señalaría a los ibéricos de toda la vida, sino como violencia cien por cien importada, ajena. Exotismos de una cultura lejana con religión represiva. Y eso no se puede consentir, hombre, ya.

Misma farsa a cuenta del proxenetismo. España es un país de puteros, bien lo saben ellos, pero solo se han llevado las manos a la cabeza al conseguir pruebas jugosas del otro bando. Y no con el loable objetivo de poner fin a la prostitución. Mucho mejor: para sacar tajada de la doble moral de la progresía española.

En definitiva, la indignación es selectiva. Porque las mujeres estamos presentes en sus rezos y oratorias, sí, pero mientras sirvamos de excusa para agitar el “nos invaden”, acicate para reforzar fobias y estrategia para rascar beneficio político.

Y lo peor no es que disimulen de pena su falso interés. Es que ni siquiera les hace falta. Abren la boca y les salen más amigos que con una caja de Donetes.

El discurso funciona, porque así pasa con cualquier solución fácil en tiempos difíciles. Vivimos una época llenita de precariedad, desencanto y sensación generalizada de que cada uno mira por lo suyo. Solo hace falta un chivo expiatorio. Una amenaza reconocible. Alguien contra el que cargar.

Y, ya de paso, una víctima a la que privar de su categoría de sujeto político para convertirla en lo que más conviene: una pieza táctica del tablero. No la reina. Un peón. O, más bien, peonas. Para mover según la jugada. Sacar al frente cuando venga bien. Sacrificar si molesta.

Pero lo triste es que esto también lo hacen, aunque de forma más sutil y quizá menos deliberada, nuestros presuntos aliados. Y duele. Me refiero a los autoproclamados feministas. La gente de izquierdas o, al menos, la que se dice así porque lo pone en la partida de nacimiento de sus agrupaciones.

El escándalo con lucecitas de carretera ha salpicado a los socialistas y la prioridad no ha sido el debate ético, sino sacar argumentos de debajo de las piedras para minimizar y desviar la atención. Que si los locales estaban alquilados. Que si no eran amigos. Que si una manzana con gusano no pudre el frutero. Que quién iba a saber lo que estaba pasando. Que cómo dudar ahora si las mujeres de la formación cierran filas. Que si “tú más”. 

Y como alguien pregunte demasiado, ya sabe: estará haciéndole el juego a la derecha. Así se acaba la controversia y, con ella, cualquier atisbo de honestidad.

Al final queda esa sensación incómoda de que, antes que nada, se defenderán a sí mismos. Que cuando el interés particular entra en conflicto, la pancarta morada puede convertirse en lo que tantas veces temimos: un recurso. Algo que se despliega mientras da rédito y se oculta el ratito que importuna.

Para colmo, con el río a punto de desbordarse, han desempolvado el debate sobre la abolición de la prostitución. Justo ahora, tras años ignorando la lucha solitaria de las feministas. No las del banderín ministerial ni las bienintencionadas inclusivas, sino las que bebieron de Beauvoir y Federici. El chiste se cuenta solo. 

Y luego está el incómodo asunto de la inmigración, otra grieta en el suelo de la izquierda o de lo que está a la izquierda del PP y VOX, que no es lo mismo.

En este punto conviene distinguir entre el Gobierno, ese PSOE que arrastra la “S” y la “O” como quien lleva las bolsas del súper hasta los topes, con lo que queda de Podemos y sucedáneos.

Creo que taparse los ojos ante ciertos factores culturales, romantizar el velo o silenciar agresiones por no dar argumentos a la derecha no es solidaridad con quienes vienen de otros países buscando la vida decente que todos merecemos

De momento el Ejecutivo de Sánchez se aferra a las estadísticas de criminalidad, que desmontan los bulos de Abascal y el oportunismo de Feijóo. Los otros, más audaces o más ingenuos, a veces es difícil saber, van saltando entre el negacionismo buenista y el paternalismo condescendiente.

Si alguien osa vincular violencia y migración por las bravas es racista, fascista, caca. Hasta ahí, ni tan mal. El problema llega cuando alertas del machismo transportado desde el otro lado del Estrecho. Y te etiquetan de lo mismo.

Insisto: la violencia contra las mujeres es un problema estructural. Fruto de un sistema patriarcal sin fronteras, perfectamente diseñado para controlar y oprimir nuestras vidas. Por tanto, aunque comprendo el miedo a alimentar el nauseabundo y meteórico discurso del odio, una especial indulgencia con esa parte de la población puede que no sea la mejor alternativa.

Quiero decir. Tal vez me equivoque, pero creo que taparse los ojos ante ciertos factores culturales, romantizar el velo o silenciar agresiones por no dar argumentos a la derecha no es solidaridad con quienes vienen de otros países buscando la vida decente que todos merecemos.

Es complejo de misionero. Y el resultado, el peor posible. Alejas a mucha gente honrada, pero cansada e infoxicada. Sigues reforzando a los vitoquiles de turno en su falso victimismo o en su patética heroicidad. Y traicionas a las mujeres. 

No sé, seguramente quiero decir que estoy harta. Harta de que seamos la excusa que justifica discursos racistas, el comodín en la guerrilla por el poder y el daño colateral que se esconde cuando no encaja en el relato. Y lo peor es no saber ya por dónde empezar. 

Ahora bien, si algo tengo claro es esto: a las mujeres no nos rescatarán los de las oratorias en el Congreso. Seremos nosotras mismas. O, mejor dicho, lo harán todas esas valientes que alzan la voz aunque les cueste el insulto, el desprecio o la cancelación. Las que luchan por un mundo más justo para todas las personas, sin renunciar a su dignidad.

Al final, los de arriba podrán retorcer el relato. Pero lo que hemos conquistado no lo entregaremos. Y lo que falta por conquistar no lo pediremos por favor. Ni hoy. Ni nunca. Además, con el puño en alto estamos mucho más guapas.