La rebelión de las hormigas
El otro día cenando, no sé por qué, puse la tele. No Netflix, la tele. Canal público, para más señas. En primer plano, un señor especialista en finanzas según el rótulo, en amargura, diría yo, alertaba sobre el enemigo más feroz de nuestra economía doméstica.
¿La inflación del aceite? Qué va. ¿Los intereses de la hipoteca? Tampoco. Ni las derramas de la comunidad, ni el cambio de ruedas del coche. Eres tú. Y tu manía de tomar un cortado a media mañana.
O sea, los gastos hormiga. Así los llamó para referirse al dinerillo que desembolsas rutinariamente en fruslerías sin darte mucha cuenta de lo que al parecer te suponen: los chicles de menta que siempre llevas en el bolso, la caña con dardos tras el curro, el Spotify Premium para que no te salte un anuncio de seguros justo cuando suena tu canción triste favorita, la suscripción a esa plataforma que solo usas para ver The Office en bucle, el croissant destinado a salvarte de una hipoglucemia emocional en días laborales…
Ni idea de cuáles son los tuyos. Pero algunos tienes, seguro. Por tanto, voy a contar qué dijo el tipo al respecto ante la mirada cómplice del resto de tertulianos. Creo que puede interesarte, especialmente si eres de los que, como yo, cuando se va de vacaciones, en caso de hacerlo, tira de bocatas de chorizo y ni así llega con holgura a fin de mes.
El truco del almendruco es evidente, de una hipocresía galopante: nos señalan con el dedo corazón a las hormigas para que no miremos los elefantes
Control, control y más control. Eso es lo que propuso. Reducirlos todo lo que puedas, pasar la tijera, exterminar el que más a capricho suene. Sin miedo, ni pena, con la férrea certeza de que es justo esa tontería la que está boicoteando tu ahorro, la que hace que se te descuadre la vida y quieras cortarte las venas con el cuaderno de colorear de tu hija pequeña.
En realidad lo expuso con términos técnicos y envolventes, pero grosso modo fue así. Y se quedó más ancho que largo, como si acabara de descubrir la cura milagrosa de la precariedad.
Yo me enfadé. Recordé por qué ya apenas veo la tele y me enfadé. El truco del almendruco es evidente, de una hipocresía galopante: nos señalan con el dedo corazón a las hormigas para que no miremos los elefantes.
Me refiero a todo eso que nos aplasta, pero el experto en finanzas y en dar consejos que nadie le ha pedido olvidó mencionar. ¿Por ejemplo? Una cesta de la compra el doble de cara que hace cuatro años, alquileres que se comen más de la mitad del sueldo y te obligan a compartir piso como si fueras un universitario de Erasmus pero ya sin cuerpo para fiestas… o los salarios, claro, congelados desde que accedí al turbio mercado laboral.
Aquí seguimos, esperando milagros. Que el Gobierno vasco tenga a bien adaptar el SMI a nuestra realidad económica. Que los sindicatos se acuerden de para qué sirven. Que alguien tenga la decencia de admitir que no es la guerra en Ucrania lo que ha disparado hasta el precio de las servilletas de papel. Y de paso, que Pedro Sánchez se deje de reír en nuestra cara cada vez que dice que España va como un tiro.
Es mucho más fácil, y también perverso, hacerte sentir culpable por gastar religiosamente 1,50 euros al día en un café.
Tampoco me sorprende, la verdad. El neoliberalismo se dedica a esto: convertir un problema estructural de narices en una tara de tu carácter, vendiéndote la moto de que el éxito depende solo de ti para que asumas que el fracaso también.
Reducir los gastos hormiga nunca te sacará de pobre, pero tenerlos ayuda a ser un poquito más feliz. Yo los considero una inversión en salud mental, la mejor manera de mantenerte cuerdo en esta rueda de hámster
Así, la solución únicamente puede ser individual. Apáñatelas y conviértete en el contable de tu propia miseria, que si no llegas a fin de mes no es porque el sistema sea una trituradora. La culpa es tuya, don manirroto que vive por encima de sus posibilidades por el revolucionario capricho de querer respirar tranquilo diez minutos.
Una estafa perfecta, amigo: culpar a la víctima de que las cuentas no salen.
A mí, por suerte, ya no me la dan. Y espero que a ti tampoco. Lo obsceno no es mi bolsa de pipas Facundo por la noche, ni el vermú de los domingos al sol. Lo es papá Capitalismo convenciéndonos de que nuestras angustias existen por todos esos pequeños deleites antes que por su avaricia estructural. Proponiéndonos una existencia de austeridad monacal para poder pagar, con suerte y en 30 años, un cuarto sin ascensor. Sugiriéndonos que para vivir haya que dejar de hacerlo.
Reducir los gastos hormiga nunca te sacará de pobre, pero tenerlos ayuda a ser un poquito más feliz. Yo los considero una inversión en salud mental, la mejor manera de mantenerte cuerdo en esta rueda de hámster.
Piénsalo. Qué sería de ti sin el ratito de Roiboos y charla que te recuerda que no estás solo con tus penurias. Sin la risa tonta al entrar al cine que desabrocha el nudo del estómago. Sin esa pausa, del tipo que sea, que te permite por unos eurillos no mandar al mundo entero a la mierda antes de acabar el día.
No sé, seguramente quiero decir que tengo un humilde hormiguero de placeres minúsculos, estoy orgullosa de él y lo voy a mantener vivo. Mientras no arreglen lo de la vivienda, los sueldos, la dignidad en general, desde luego. Y después, si alguna vez todo marcha, también.