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Los políticos hablan en sus discursos de pedagogía, resistencia y nostalgia.

Los políticos hablan en sus discursos de pedagogía, resistencia y nostalgia. Werner Pfennig (Pexels)

Opinión

Pedagogía, resistencia y nostalgia

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El uso del lenguaje nunca es inocente. Que en política se utilice un lenguaje sesgado forma parte del juego. Más lamentable resulta constatar la práctica diaria de ese ejercicio en otros ámbitos, ámbitos que deberían estar al margen de semejantes engañifas, como la universidad. Por desgracia, hace tiempo que, examinando ciertas áreas de conocimiento, en la universidad española resulta difícil diferenciar al académico del activista.

La interposición de unas palabras o de otras aspira a condicionar el discurso del antagonista. Si la enésima transferencia dineraria a un colectivo se conceptúa como ampliación de los derechos, ¿quién se atreverá a proponer una restricción de los derechos? Si todo lo que yo propongo lo califico como avance, ¿qué adversario tendrá el valor de proponer un retroceso?

El lenguaje político está salpicado de esas eficaces bombas de mano dirigidas a desactivar el discurso del adversario. Pero no todas son tan evidentes: la ideación de nuevos derechos y avances cuenta con el acompañamiento de un abanico de expresiones que sitúan en desventaja a cualquiera que ose interponer la más mínima objeción.

Una de mis favoritas es hacer pedagogía. Resulta difícil discutir con quien hace pedagogía porque esa persona sobrentiende que 1) se halla en posesión de un conocimiento superior, y 2) se trata de un conocimiento del que carecen los demás. Son dos conclusiones diabólicas, pero sutilmente instaladas en el fondo de esa filantrópica expresión. Es difícil encontrar mejor medio para atrincherarse en una posición de privilegio argumental. 

Pero hay una tercera consecuencia de efecto demoledor: al hacer pedagogía el polemista no sólo se reconoce superior (y te declara inferior) sino que desiste de sostener cualquier polémica. El elemento más dañino de esa presunta pedagogía ni siquiera es el sentimiento de superioridad de quien la ejerce sino su declarada intención de proscribir todo debate.

¿Cómo puede aceptar una discusión alguien que está haciendo pedagogía? Un pedagogo puede aclarar las dudas de sus tutelados, pero jamás aceptar objeciones al magisterio, ya que su función es inocular conocimiento a seres extraviados, iluminar a almas necesitadas de luz.

Compadecer al que muestra resistencias es conducta inspirada por una evangélica caridad. Hay que descifrar lo que oculta ese andamiaje. Frente a quien muestra resistencias, el proponente comparece (y compadece) con indulgencia, casi con cariño. Su superioridad no es ya intelectual sino moral: el alto objetivo que persigue es conducir hasta el aprisco a las ovejas descarriadas

Hay otra expresión que inviste de sólido blindaje al polemista. Frecuente en el mundo político, la veo instalada en los debates eclesiales, cuando el cristiano progresista propone una nueva medida en el paulatino desguace del catolicismo: mostrar resistencias. De tan frecuente en ese mundo, la expresión se pretende, si cabe, aún más pacífica.

Compadecer al que muestra resistencias es conducta inspirada por una evangélica caridad. Hay que descifrar lo que oculta ese andamiaje. Frente a quien muestra resistencias, el proponente comparece (y compadece) con indulgencia, casi con cariño. Su superioridad no es ya intelectual sino moral: el alto objetivo que persigue es conducir hasta el aprisco a las ovejas descarriadas.  

Debido a la aparente modestia de la declaración, su eficacia es aún más perversa: involucra a la inevitabilidad de los acontecimientos históricos, con no menor fe que la del marxista cuando anticipaba un paradisíaco futuro proletario. Quien aprecia “resistencias” da por sentados tres presupuestos: 1) Los que piensan de ese modo representan el futuro; 2) Los que no piensan de ese modo representan el pasado; y 3) Toda resistencia será inútil: sólo es cuestión de tiempo.

Quien detecta resistencias a su discurso se acoge a la tranquilizadora convicción de que el futuro está de su parte. No importa la naturaleza de esas resistencias, no importan cuántos ni cómo las respalden: si muestran resistencias eso los sitúa, de salida, en el lado perdedor de la historia. Y la consecuencia final es la misma que detectamos en “hacer pedagogía”: el debate está proscrito, no hay absolutamente nada que contrastar o discutir.

La tríada hacer pedagogía, vencer las resistencias y tolerar a los nostálgicos remite a tres complejos de superioridad a cual más presuntuoso: una superioridad intelectual, una superioridad ética y una superioridad histórica. Y los tres fetiches verbales concluyen del mismo modo: no hay nada que negociar, nada que debatir, nada que contrastar

Otra treta argumental que coloca al adversario a los pies de los caballos: sentir nostalgia. El nostálgico es un sujeto trasnochado. La historia también corre en su contra. Ni siquiera mantiene el activismo del resistente, pero eso no mejora su posición, sino que la empeora: si del resistente aún podemos esperar algunos molestos contratiempos, el nostálgico es un perfecto inútil que tan solo alcanza a agotar nuestra paciencia. 

Hay algo en el nostálgico especialmente favorable para su oponente: ya ni siquiera se anima a protestar (¡o a resistir!). El nostálgico ha sido derrotado por la historia. De la perversión de esta práctica lingüística da muestra su aplicación concreta.

Los medios de comunicación están infestados de menciones a los nostálgicos de Franco. Bien, creo que no he encontrado una sola crónica que hable de los nostálgicos de ETA. Yo no dudo de la existencia de algunos añorantes del dictador desaparecido hace medio siglo, pero tampoco tengo dudas de que la realidad política actual está llena de nostálgicos de ETA, aunque a nadie se le ocurra lo más obvio: llamarlos de ese modo.

La tríada hacer pedagogía, vencer las resistencias y tolerar a los nostálgicos remite a tres complejos de superioridad a cual más presuntuoso: una superioridad intelectual, una superioridad ética y una superioridad histórica. Y los tres fetiches verbales concluyen del mismo modo: no hay nada que negociar, nada que debatir, nada que contrastar.

Refuerzan, por tanto, el amplio espacio en el que el intercambio de ideas está proscrito: si la calificación de “discurso de odio” permite hoy día practicar la censura y violar la libertad de expresión de personas y colectivos, el más tenue diagnóstico de que necesitas pedagogía, de que muestras resistencias o de que eres un nostálgico determina que tu discurso nazca contaminado, hasta el punto de que no hay nada que debatir contigo. Toleraremos que sigas diciendo tonterías, pero nos sabemos eximidos de la obligación de contestarte: nada hay que rebatir al que no sabe, al que se resiste a la llegada del futuro o al que añora un pasado ya imposible.

Imagen de un micrófono.

Imagen de un micrófono. Pixabay/Pexels