Clase obrera
Lo confieso. Soy muy de quejarme del capitalismo salvaje y sus liturgias más irracionales. Pero aquí estoy. Haciendo scroll en tulotero.es para pillar in extremis el décimo de la cuadrilla.
Supongo que a la licenciatura en Periodismo sumé un máster en hipocresía sin darme mucha cuenta. Me paso el año dando la turra con las trampas del sistema y al final sucumbo a un peaje que es, por pura matemática, el impuesto de los tontos. Una estafa estadística diseñada por papá Estado para recaudar a costa de nuestra ilusión. O, mejor dicho, del desespero.
Yo lo sé. Tú también. Hasta el gato. Pero da igual. A estas alturas pesa más el miedo que la lógica. O que la propia tradición.
Por mucho que te repitas que es solo por compromiso con la gente del gimnasio, te escudes en la inercia folclórica o en esa cantinela de que "es lo que hay en estas fechas", lo sientes. Bajo tu coartada late algo visceral.
Hablo del pánico a ignorar el ritual, reservar los 20 euros o más para deseos tangibles y el Universo decida reírse en tu cara. Que suceda el milagro y acabes siendo el único pringado de la oficina contemplando seriamente la posibilidad de cortarse las venas con el filo de un Din A4 mientras tus compañeros se bañan en champán barato y queman sus tarjetas de fichar en una pira junto a la máquina de café.
Aunque deban volver a trabajar al día siguiente, claro.
Porque el Gordo es un eufemismo tramposo al que, no sé por qué, la izquierda woke todavía no ha metido mano. Fofisano y gracias.
El caso es que lo haces. Pasas por el aro. Y no solo por terror. También por la gasolina que mueve las relaciones sociales en este país: la envidia preventiva. Esa póliza de seguros a todo riesgo que contratas contra la dicha ajena. Un diezmo emocional destinado exclusivamente a evitar que el prójimo se eleve sobre tu propia miseria.
Pagas por empatar, no por ganar.
O sea, sueltas el dinero como quien compra protección a la mafia del destino para que, si toca, no seas el único desgraciado que se queda en tierra mirando cómo zarpa el crucero. Y si la suerte pasa de largo, al menos te hundes en el mismo barco varado.
Y luego hay otra motivación. Más profunda. Una grieta que escuece reconocer. Y que a mi parecer explica, más allá de la ceremonia navideña, la siniestra proliferación de casas de apuestas online o esos locales sin ventanas que parasitan nuestros barrios.
Mucha gente juega porque está agotada, desesperada, sin rumbo. Tal cual. Porque la vida se ha puesto tan cuesta arriba y frenética, con la nómina tiesa y la ansiedad como estado civil, que el azar se erige en su única salida de emergencia visible.
Es el botón rojo, el eject, de la nave espacial. Y lo pulsa para fantasear, aunque sea un ratito, con el acto subversivo definitivo: poder mandar al mundo a la mierda y convertirse en el rey del mambo, el amo de su destino, el capitán de su alma.
Por supuesto, lo habitual es que el cohete nunca despegue, la vida siga igual de gris y el despertador suene a la misma hora intempestiva.
En fin, volviendo al principio de este artículo, que me pierdo, quizá lo que más me fastidia de todo es la coreografía predecible de la derrota. El preciso instante en que el bombo calla, se confirma otro año sin oler ni el reintegro y el personal corre a abrazarse al premio de consolación. Me refiero a la frasecita que repetimos como un mantra anestésico para sentirnos mejor y descartar la idea de inmolarnos con el aceite hirviendo de las croquetas: "El dinero no da la felicidad".
Ja.
Desconozco si esta especie de aforismo barato lo patentó un rico con alergia a las revueltas o un pobre con una capacidad para el autoengaño digna de estudio clínico. Pero tiene delito.
Quien suscriba tal barbaridad, permíteme que te diga, nunca ha tenido que elegir entre encender la calefacción o comer pescado fresco. Ni ha experimentado el frío en la nuca al ver la cuenta el día 20.
O mira, lo voy a explicar de otra forma. El dinero no compra la felicidad, vale. No en abstracto. Pero sí cosas que se parecen sospechosamente: tiempo, calma, dignidad.
Proporciona la libertad de mandar al explotador de tu jefe a paseo sin que tiemblen las canillas, con la tranquilidad de poder estar un tiempo en el paro. Paga la terapia cuando la vida te atropella en lugar de tener que llorarle a la almohada, que es muy blandita pero no orienta. Es la diferencia entre que te vea mañana el oncólogo de la privada o que, para cuando llamen de la pública, estés criando malvas.
Y si es así para el curro o la salud, lo mismo con el amor. Cultivar la paciencia y mantener la pasión tiene su aquél cuando tu pareja y tú os pasáis el día con la calculadora porque no da para cambiar la lavadora, ni para la ortodoncia de la niña. Y encima, vuestras vacaciones más románticas son en la piscina municipal pegando la espalda al chorro de la boquilla de impulsión a ver si así sentís que estáis de spa.
Dicho esto, tampoco seré tan cínica de negar la mayor. El auténtico Gordo ya nos tocó. Al menos a mí, hace casi 45 años. Cuando nací aquí, en estas precisas coordenadas.
Sí. Es lamentable matarse a trabajar para que el mayor logro sea llenar las cuatro baldas del frigo, mientras el de arriba viaja en yate y moja el churro aunque sea más feo que el trasero de un mandril. Pero incluso con este percal, nos sentaron en la mesa VIP del gran casino mundial.
Demasiado cerca del baño para mi gusto, pero VIP.
Y ese privilegio conlleva una gran responsabilidad, creo: dejar de esperar que la solución caiga del cielo, o de una tolva dorada, y empezar a buscarla dentro. Moviendo el culo por lo que es justo, por ejemplo. O buscando un propósito que no engorda la cartera, pero sí el espíritu y provoca el bien.
No sé, seguramente me estoy preparando el discurso para que, cuando llegue el 22, pueda aceptar por enésima vez y con deportividad mi más que evidente condena: ser #obrerahastaquememuera.