Muerte y resurrección de Koldo Chamorro
La recuperación de ‘El Santo Christo Ibérico’ nos devuelve a un fotógrafo de culto, telúrico, reflexivo y simbólico cuya obra bascula entre la realidad y la fantasía
10 noviembre, 2020 11:52Esotérica y telúrica, real y fantástica, el descubrimiento de la obra de Koldo Chamorro (Vitoria, 1949–Pamplona, 2009) produce en el espectador una suerte de desvarío visual tan alucinado, inesperado y sorprendente que la primera pregunta acucia: ¿cómo es posible que un trabajo tan brillante lleve décadas oculto? El placer del descubrimiento de Koldo Chamorro se funde instantáneamente con el escándalo por su inexplicable postergamiento a pesar de ser, como de hecho lo evocan los de su quinta, uno de los fotógrafos más venerados de su generación.
La veneración a un orillado fotógrafo de culto cuyos libros hace ya tiempo que no circulan y que, en algunas historias y en los catálogos de las grandes exposiciones retrospectivas sobre la fotografía española, tan marcados a veces por el cainismo y los ajustes de cuentas, aparece desdeñado y desfilando de puntillas. La reciente recuperación de El Santo Christo Ibérico, editado por La Fábrica y expuesto primero en el Museo de Navarra y luego en PhotoEspaña, nos ha devuelto a un fotógrafo fantástico, reflexivo y simbólico.
Personalidad, para bien y para mal, magnética y fascinante, uno de los fotógrafos más cultos y reflexivos de su generación en España vinculado a las corrientes internacionales, hombre de carácter fuerte, difícil, complejo, a veces incluso “arrogante” como, con todo cariño, lo recuerda Cristina García Rodero, Koldo Chamorro solía construir un relato de su vida y de sí mismo que basculaba entre la realidad y la fantasía.
Y ese carácter fantasioso se proyecta en su fotografía nacida, según el fotógrafo y analista Carlos Cánovas, de esa duplicidad que Susan Sontag definió muy bien como la propia naturaleza del hecho fotográfico: nubes de fantasía con cápsulas de realidad. “Eso es Koldo en estado puro”, subraya Cánovas, aludiendo a la tendencia de Chamorro de actuar como un director de escena, casi como un cineasta, que orquestaba sus imágenes alternando su trabajo entre la fotografía documental más veraz y la fotografía construida. Convirtiéndose en un maestro del rasgo distintivo que, según Antonio Muñoz Molina, distingue a las grandes fotografías: “Una mezcla de testimonio literal y de creación absoluta”.
Combinando, formalmente, una rara alianza explosiva de clasicismo de mirada objetiva conviviendo con una vocación de transformación y rebeldía. “Koldo Chamorro no fotografiaba lo que veía. Fotografiaba lo que él imaginaba. Tenía la capacidad de sacarle a la imagen sus entrañas”, sintetiza el editor Juan Carlos Luna, quien confiesa su frustración porque –otro rasgo adverso del complejo Koldo– no consiguió nunca hacer con él el gran libro que, durante muchos años, le propuso y que, de hecho, Koldo Chamorro no tuvo nunca en vida.
El Santo Christo Ibérico –un gran proyecto sobre las liturgias religiosas populares y la huella de la cruz cristiana en el paisaje social que le ocupó desde 1974 hasta 2000– suscita en sus nuevos espectadores la perplejidad de quien no conocía un trabajo tan perturbador y rotundo. Alternando la instantánea brutal –en la tribu de los “leicanistas de corazón, adalides del encuadre sobre la marcha”, lo sitúa Christian Caujolle– con la inducción reflexiva y simbólica que proporcionan las escenificaciones, basculando en la frontera entre la realidad exterior y la radicalmente íntima e introvertida, las imágenes, sin avisar, se suceden ante el ojo como mazazos.
El grano gordo acentúa su irrealidad. La alucinatoria severidad de los contrastes eleva las imágenes más allá del contexto de su fisicidad. El carácter sedicioso de algunas escenificaciones subvierte el sentido religioso de la cruz y lo proyecta como un icono enigmático, totémico, un ancestral fardo simbólico que, en nuestra memoria reciente, el franquismo convirtió en un icono vigilante, omnipresente, culposo. En las imágenes de Koldo Chamorro todos, de alguna u otra forma, somos peregrinos cargando con nuestra cruz pesadamente.
La afición fotográfica reciente ya conocía algo –visto esto, apenas unas migajas desperdigadas– del trabajo de Chamorro, pero para muchos nuevos aficionados su nombre resulta hoy casi un mito fantasmagórico, pues, desaparecido hace años de la circulación editorial y expositiva, solo los veteranos guardan la memoria visual de su trabajo, al que en algunos textos se le despacha como adscrito “a la generación de los fotógrafos viajeros” (sic), lo que leído hoy retrospectivamente parece una forma muy ligera de tramitar su legado. En otros casos, su nombre solo es citado envuelto en el aluvión de una torrentera de negritas. Insólito.
Resumamos básicamente su aventura. Tras vivir hasta los 16 años en Guinea Ecuatorial –“soy un negro de piel blanca”, solía decir– de donde ya salió con una camarita Agfa y quizá, probablemente, con un sentido muy primitivo y ancestral de las raíces que marcan la vida del hombre, Chamorro, licenciado en Economía Empresarial, empieza a operar como fotógrafo autodidacta hacia 1965. En 1970 se asoma por la asociación fotográfica de Navarra y, en el acto, se da la vuelta para no volver jamás. A mitad de los 70 coquetea con el Grupo Alabern –Esclusa, Fontcuberta– y gracias a una beca, va a Arles. Conoce a Ansel Adams, Brassaï, Haas, Clergue…
Por esa época, y ligado a Cristina García Rodero, Fernando Herráez, Cristóbal Hara y Ramón Zabalza, milita en ese comando tan dispar que Alejandro Castellote bautizó como Los 5 jinetes del Apocalipsis, seguramente –especula Clemente Bernard, que fue su alumno y escudero y ahora es el comisario de la exposición que, primero en el Museo de Navarra y luego en PhotoEspaña, ha rescatado su figura– por el tesón titánico que mostraron en sus incursiones por la España más periférica y oscura documentando unos ritos y fiestas populares que al nuevo canon de la fotografía española que ya estaba emergiendo de la moderna revista Nueva Lente no le interesaba nada en absoluto.
En parte, esa inmersión en la piel profunda de España la hicieron siguiendo ciegamente el apostolado de Josef Koudelka quien, deambulando por una España que le seducía tanto como él no la conocía, se apoyó para sus incursiones en este grupo de jóvenes entusiastas sobre los que dejó grabada su huella tan a fuego que, para liberarse de ella, “cada cual tuvo que esforzarse con mayor o menor éxito” en asumir que su papel como fotógrafos “era muy diferente al de meros turistas del cuestionable exotismo de la franquista España profunda”, escribe Bernard. Los magisterios también pasan siempre su factura.
Pero Koldo Chamorro, con su voluntad de penetración, transcendía la mera etnografía y, con su estilo más oscuro y sombrío, situado más allá del documentalismo plástico, resultó un fotógrafo instintivo, furioso, radical, antipictórico. “Se preocupa menos de las reglas áureas, de que la composición esté equilibrada, y es un fotógrafo más emotivo, menos frío, menos distante”, dice de él Joan Fontcuberta. “Tenía una mirada mucho más agresiva, con muchísima potencia, que recuerda la tradición norteamericana de un Lee Friedlander, en la que te la juegas porque es mucho más arriesgada y más informal que la fotografía documental al uso”, valora el fotógrafo y pedagogo Eduardo Momeñe.
Fotógrafo profesional durante unos 40 años practicando desde la fotografía de empresa, industrial, de moda o el fotoperiodismo hasta el ensayo o el desnudo, Koldo Chamorro fue miembro de las agencias Cover y de VU, fue dos veces finalista del Premio Eugene Smith –el fotógrafo que, como un faro, lo guió toda su vida–, desarrolló numerosos proyectos de autor y hoy tiene obra en centros de arte de París, Tucson, Boston, Valencia o el Reina Sofía de Madrid. A los 60 años, murió prematuramente.
Hasta ahí la ficha biográfica sucinta de un fotógrafo que se nos había quedado extraviado y que, al fin, ha resucitado. Pero, ¿qué nos dicen de Chamorro sus imágenes? Pues nos hablan de un fotógrafo denso y algo áspero, que rehúye como de la peste de la trivialidad y la caricatura y que anhela elevarse sobre lo espiritual y lo magmático. Nos dicen que, sin forzarlas, extraía de ellas una complejidad, a veces desasosegante, que exige de sus espectadores una mirada adiestrada y paciente capaz de reordenarlas y extraer de ellas su lectura más inteligente.
“Sus fotografías pueden parecer exclusivas y excluyentes”, nos alumbra Carlos Cánovas para entender mejor el porqué de su postergamiento: visualmente, Chamorro nunca fue un fotógrafo, digamos, fácil. Nos dicen que poseía un fiero instinto compositivo y que, en sus blancos reventados, buscaba la luz restallando por oposición al avance de las sombras tenebrosas y el misterio de los bloques de negritud –¿quizá una herencia de su África infantil?– que suelen esconder del ojo a todo lo invisible. “Lo visible hace la forma; lo invisible le da su valor”, solía decir, citando a Lao-Tse, Koldo, un fotógrafo taladrante, obsesivo y con trazas de esotérico dotado para la construcción de mundos que, sin dejar de ser reales, nos resultan visualmente delirantes, surreales, provocativos.
Las imágenes también delatan a un fotógrafo obstinado en dejar su mirada marcada en el rectángulo como una firma bien visible sin necesidad de una marca de agua. Todos los fotógrafos lo son, pero de algún modo, Chamorro proclama que es autor, superlativamente. “Yo estuve aquí y lo que decidí ver fue esto”, parece clamar esta colección fantástica de imágenes que, mucho más allá de narrar ninguna historia –pues Koldo Chamorro transciende de largo lo meramente argumental– nos sumergen en una atmósfera y excavan en la realidad lo que esta esconde de sueño, irrealidad y muerte.
Hay mucha muerte flotando sobre la imaginería visual de Chamorro. Quien crea que El Santo Christo Ibérico es una suerte de gigantesco crucigrama en el que se trata de rastrear la presencia visible o camuflada de la Santa Cruz, como si esta fuera un souvenir, ya sea reflejada en la cristalera de un edificio ultramoderno o abatida formando sobre su aspa sobre el cadáver de un cuerpo desnudo en un quirófano, ha confundido con un ojo trivial el alarde del salvaje ojo de Chamorro.
Y las imágenes, por último, reivindican la plena modernidad y validez de ese documentalismo de autor, fotográficamente tan versátil y, en España, anticipado, que en los años 70 peregrinó por nuestra España telúrica esquivando el riesgo del pintoresquismo y del costumbrismo para entregarnos la metáfora de un país al borde de empezar a convertir la raíz profunda de su tradición en una vulgar atracción turística.
Da escalofríos pensar que entonces hubo quien los aborreció o los menospreció por ello. Pero que, tantos años después, todavía hoy algunos de ellos, como el gran Koldo, aún por mucho que algunas aristas de su carácter o su tendencia a no cerrar nunca del todo sus proyectos ciertamente no ayudaron a la difusión de su trabajo en vida que, a pesar de ello, continúen ignorados y con su archivo en peligro, da, si cabe, aún más escalofríos.