Acrópolis / Pinterest

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Opinión

Jroña que jroña

17 agosto, 2024 05:00

Me pregunto qué habrá sido de cierta cala de cierta isla griega que conocí poco antes de que el siglo XXI vomitara dos de sus mayores vergüenzas: el turismo experiencial e Instagram. Dudo de que aquella playa sin gente ni selfies haya podido conservar su virtud, pero lo que tengo claro es que jamás regresaré. Cuando el mundo se vuelve grotesco y devora lo que un día fue genuino, sale a cuenta entornar los ojos, practicar la sonrisa más nostálgica, lamer el recuerdo con el cuidado de un pequeño felino y volverlo a guardar en el cajón de la memoria reservado para las cosas bonitas.

Viajar ya no es lo que era porque el sistema ha convertido el fascinante placer de romper la burbuja rutinaria en una subasta de mercancías que alimenta los egos. La gente quiere sentirse diferente, patear lugares únicos, empalagarse de momentos sublimes, pero también que el mundo lo sepa. Nos hemos obsesionado tanto que hemos conseguido justo lo contrario: uniformar la autenticidad y acabar en los mismos sitios, convertidos en turistas de nuestras propias vidas, siguiendo itinerarios marcados por tendencias, algoritmos y likes. Qué ironía.

Me abrazaba al silencio, la pausa, el misterio

Hubo un tiempo en que se me ponían los pelos como antenas al doblar una esquina recóndita, que quizá no lo era tanto pero lo parecía porque el viento había borrado la huella del anterior caminante y se desviaba de las rutas comunes. Me abrazaba al silencio, la pausa, el misterio. En ocasiones aparcaba la cámara, porque esos cachivaches jamás terminarán de reflejar lo que nuestros sentidos capturan. Radiografiaba con el pellizco del corazón las piedras, los olores, la dirección de la brisa. Apenas conservo álbumes de fotos de aquellos viajes, pero sí el deleite de lo que decidí guardar para mí.

Hablo en pasado porque cada vez es más difícil bracear contra corriente, creer por un ratito que el universo nos prepara regalos personalizados y estrujar la intimidad. Vivimos en el imperio del parque temático y la tiranía del pavoneo online, una era de mucho brilli brilli para ocultar la tiniebla humana. Si no has estado en el último refugio secreto que ya todos conocen, entonces no has vivido. Si acudiste y no lo pervertiste exhibiéndote, tampoco. Esa será tu condena.

Las experiencias se masificaron y han sucumbido a la banalidad. Lo importante no es abrir los ojos al puñetazo marmóreo de la Acrópolis y enloquecer de emoción, sino fotografiar la gesta del ascenso, subir el instante a las redes sociales recortando cabezas y a continuar viendo “ruinas”.

Yo quiero viajar sin audiencias ni aplausos, rendirme a lo que todavía pueda ser desconocido

Pareja, chiringuito, atardecer, letargo, camarero, copa, selfie, sonrisa, clic, letargo. El primer mandamiento de esta nueva época dice que has de amar el postureo por encima de todas las cosas. Y jamás, nunca, ni por asomo, permitir que la realidad te estropee una buena story. Estés donde estés y con quien estés, la sonrisa, el sol rasgando el horizonte, la tostada de aguacate, el abdominal o la cumbre de la montaña han de ser magníficos. Aunque ese día solo quieras mandar a la mierda al novio y lleves una semana sin cagar porque los cambios de biorritmos te estriñen. Me niego.

Yo quiero viajar sin audiencias ni aplausos, rendirme a lo que todavía pueda ser desconocido, despreocuparme de tachar destinos de una lista interminable por parecer más interesante, deleitarme sola o pegada a una piel querida en cualquier lugar. De nada sirven decenas de vueltas al sol llenas de andanzas vacacionales si seguimos al rebaño, si no las hacemos, al menos un poco, nuestras.

Ojalá reconectar con el sentido original de la vida, alejarnos del escaparate, refugiarnos en espacios propios, redescubrir el placer de hacer algo sin esperar reconocimiento social. Como cuando cualquier domingo de verano mis padres agarraban coche, buscaban riachuelo, extendían una manta que picaba a rabiar, coleccionábamos piedrecillas y comíamos melón.

El mundo continúa girando y nosotros podemos, o no, seguir atrapados en su estribillo rotacional

Eso es lo revolucionario. La liberación. No una llamada al aislamiento, pero sí el repliegue hacia lo íntimo, la revalorización de la experiencia en sí misma en un planeta que invita a consumir y darse ínfulas sin tregua, aquí o volando a diez mil kilómetros. El más insumiso de los movimientos ante el enésimo esfuerzo por monetizar hasta la náusea la cotidianeidad.

Quizá, solo quizá, la pregunta que deberíamos plantearnos no es si nuestra vida es lo suficientemente fascinante como para mostrarla y, en función de eso, publicar o no el post ideal, sino para qué y para quién proseguimos la aventura, qué momentos la hacen singular, a dónde nos gustaría realmente que nos llevara la próxima zancada, aceptar que no todas las paradas serán insólitas ni ninguno de nosotros tan especiales. El mundo continúa girando y nosotros podemos, o no, seguir atrapados en su estribillo rotacional.

No sé, supongo que al final la clave está en recuperar la magia de lo que la vista ignoró hasta cierto preciso momento y el alma siempre comprendió, de lo que se custodia en el círculo más estrecho, en un puño de esperanzas y sueños, de lo que carece de precio porque el mercado no puede cuantificar. Y apagar el móvil. Jroña que jroña.

Un trabajador consulta su ordenador y su móvil.

Un trabajador consulta su ordenador y su móvil. Ketut Subiyanto (Pexels)