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Llevo seis años de demasiados adioses. Adiós al abuelo y la abuela porque el reloj no se detiene. A Donna por cáncer y a Canela por una víbora. Al empleo en el que más dinero gané, más gente conocí y más autoestima extravié. A la posibilidad de ser madre. A las tostadas de la mañana con la mermelada dispuesta en forma de corazón. Adiós al que podría haber sido el amor de mi vida, si no fuera porque el cuento que mecanografié no encajaba con la realidad.
Despedidas que dieron paso a una soledad especialmente estruendosa los domingos, a otro perrete, un teletrabajo peor remunerado pero con buenas intenciones. Y a desayunos de plátano y kéfir, que sientan mejor. Aún me sigo acomodando.
Tras tropecientos cierres definitivos, continuamos escribiendo nuestra historia. O se encarga el universo, llámalo karma, llámalo energía, llámalo Dios. En ocasiones los nuevos capítulos mejoran las primeras temporadas. Otras muchas son para cagarse en el guionista.
Ahora bien, siempre cuesta despedirse de eso que un día formó parte de nuestra vida. Si fue bueno, nos resistimos colgados de la nostalgia. Incluso habiendo sido malo, o mediocre, aburrido, carente ya de sentido, a veces se hace difícil soltar. Queriendo o sin querer, por decisión propia o por entender que no quedaba otra opción, el proceso puede ser una odisea.
Mi teoría es que casi todos los adioses se nos hacen bola porque nunca aprendimos a colocar los puntos finales en su sitio
Mi teoría es que casi todos los adioses se nos hacen bola porque nunca aprendimos a colocar los puntos finales en su sitio. Quiero decir: nos enseñan a atarnos los zapatos, multiplicar, freír huevos con puntillita… ¿pero a dejar ir? Y así nos va. De pronto, o aunque estuviera cantado, ese calendario mental imperfectamente calculado, ese plan sin sorpresas ni riesgos, ese dar por hecho que todo es eterno, se va al garete y nos asustamos.
Trastabillamos, experimentamos la vulnerabilidad más honda, la que nos recuerda lo frágil que es la vida, porque nunca nos prepararon para el vacío que deja lo que termina ni para la incertidumbre que toma el relevo. Miramos al precipicio, con el dedo gordo del pie rozando la línea del salto, y sentimos al niño resistiéndose a hacerse mayor.
Pero ojo. El problema no es solo que no sepamos despedirnos. Además, vivimos en un mundo que no da tiempo a hacerlo. “Sigue adelante”, grita el sistema con su ritmo frenético y devorador.
Así que además de acumular adioses sin manual de instrucciones, haciendo lo que podemos, hemos de girar la esquina cuanto antes, arrancándonos la tirita aunque sangre. Y sentir angustia pura, porque seguramente el cuerpo pedía pausa para un llanto indiscreto, escapada sin retorno al Cerrato palentino, o 19 días y 500 noches de duelo.
Fallece un hermano y son dos días de permiso laboral. Cuatro, si tenemos la “suerte” de que viviera lejos. El tiempo justo para la despedida física. Ningún paréntesis que de verdad permita sanar el agujero. Para el capitalismo, la muerte es un trámite a resolver con la mayor rapidez y eficacia posible; y el luto, un proceso invisible que hemos de gestionar fuera del horario de trabajo.
Por eso sería ingenuo esperar algo de benevolencia en todas esas otras despedidas que parecen menos desgarradoras que la partida de un ser querido: amores y amistades rotas, sueños que ya no son.
El sistema niega el derecho a detenerse, a reflexionar sobre la pérdida y aprender de ella, porque el dolor solo es rentable si seguimos activos. Así que nos volvemos a ajustar el disfraz, recolocamos los pies en la cinta transportadora y hacemos justo eso, tratar de avanzar.
O sea: producir, consumir, llenarnos de ocupaciones para no pensar en el hasta nunca o el hasta siempre, ese adiós que en el fondo sigue atormentando porque no tenemos ni puñetera idea de sobrellevar. Trabajo, gimnasio, Netflix, Instagram, Shein, cervezas, diazepam o, venga, una baja flexible. Montamos la receta y confiamos en que funcione para adormilar el pasado que ya no es y saludar con cierta dignidad al futuro que asoma por la rendija.
Al final, es una especie de obsolescencia programada de las emociones. Hay que hacer lo que sea para poner fecha de caducidad al duelo de la despedida, sustituir la tristeza por distracciones u obligaciones igual que quien cambia de teléfono móvil, autoengañarnos y tratar de dejar ir cuanto antes. Como si los sentimientos estuvieran diseñados para romperse y reemplazarse con envío en 48 horas a través de Amazon.
Así que aquí estamos, entre adioses apresurados y un sistema que exige eficiencia pero no da espacio para el dolor, poniendo en riesgo la salud mental justamente de quienes mantenemos en pie la cultura de la productividad. Con relaciones cada vez más efímeras para sufrir menos, y a la vez necesitadísimos de calor humano. Paradojas de la vida.
Hablar sin tapujos de lo que nos aflige, de lo que cuesta soltar, compartir fragilidades, conectar con quienes en silencio están en el mismo pozo. Construir redes de apoyo
Y sin embargo, quiero pensar que no todo está perdido. Que todavía podemos espabilar y plantar cara a esta modernidad líquida tan bien retratada por Zygmunt Bauman. Me refiero al deber, porque lo es, de movilizarnos y conquistar leyes que blinden el derecho al duelo. Dejar de sepultarlo bajo capas de entretenimientos superficiales.
Cimentar una nueva cultura que valore la vulnerabilidad: hablar sin tapujos de lo que nos aflige, de lo que cuesta soltar, compartir fragilidades, conectar con quienes en silencio están en el mismo pozo. Construir redes de apoyo. Sentir sin pudor, enseñarnos mutuamente.
No sé, supongo que estoy cansada de tanto adiós acumulado y lo que me encantaría es decir un primer hola repletito de fuerza. Se aceptan voluntarios para alzar una barricada de relojes rotos, urdir la resistencia y, por unas semanas, un par de meses, hasta dar el golpe, que el mundo espere sentado.