Iñigo Errejón en una imagen de archivo.

Iñigo Errejón en una imagen de archivo. EP

Opinión AHÍ VAMOS, TIRANDO

El fin del ciclo político del 15M y su última lección

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Españoles, españolas, el ciclo político del 15M ha muerto. Se acabó, chispún, sayonara baby.

Iba a decir que fue bonito mientras duró, porque con cualquier recién estrenado difunto toca practicar la indulgencia. Pero cuesta. Hace años que el cielo pareció dejar de importar.

Demasiada obsesión por asaltar escaños. Y al final, la hipócrita bragueta de un burguesito que se las dio de aliado de mujeres y trabajadores ha conseguido lo que no pudieron ni el atado régimen del 78 ni los lobbys de comunicación: terminar de hundir la flota.

Me pregunto, ahora bien, si no es lo mejor que podría haber ocurrido. Quizá ya era hora de asumir que a esta gente el poder le sentó regular, que convenía ir sacando la caja de cartón, vaciar la mesa, entregar los piolets y decir adiós rebañando las últimas migajas de dignidad.

Duele, pero no tengo inconveniente en aceptar que aquel movimiento en el que durante un breve tiempo colaboré con la esperanza de devolver la política al pueblo y transformar el país desde las calles empezó a perder el rumbo al poco de entrar en los despachos.

Decadencia

El escándalo de Errejón es el broche morboso de una decadencia trufada de dislates y descréditos. Hemos presenciado traiciones más pueriles que en Al salir de clase, mientras discursos y políticas sufrían una desconexión paulatina de las necesidades materiales de la sociedad a cambio de mucha brillantina neoliberal; inclusiva, eso sí.

Faltó humildad y ha sobrado superioridad moral. No se puede esperar que pase algo bueno escupiendo mítines contra quienes apenas llegan a fin de mes y deciden escorar a la derecha porque creen sentirse más seguros en el falso conservadurismo, la intelectualidad se les hace bola o porque a nadie le gusta que le llamen nazi por no compartir ciertos postulados.

Ese barniz de desaciertos y extravíos se fue volviendo más opaco y denso, ajeno e indigesto. Capas y capas de decepciones, de fracturas insalvables. Y ahora es lo que toca: asimilar la colisión del iceberg, con el emperador desnudo en medio del naufragio, mientras los peces gordos celebran el fin de algo que habría merecido la pena de no haberse enterrado, además, bajo desastrosos cálculos matemáticos dentro de un circo con demasiados payasos y leones.

Las élites políticas, económicas, judiciales y mediáticas de este país han jugado sucísimo, eso no lo puede discutir ni el más cuñado de todos los cuñados de España. Ningún otro partido ha padecido el escrutinio, la mala baba y el lawfare vertidos sobre Podemos. A ninguno se le han exigido cuentas por caer en la incoherencia. De hecho, incluso delinquir les sigue saliendo gratis. Y sin embargo, me niego a echar balones fuera.

La estrategia es tentadora, pero nos convertiría a quienes todavía tenemos conciencia social en todo eso que no queremos ser.

Machismo disfrazado

El espíritu del 15M a duras penas se tenía ya en pie, apuñalado por la imposición de egos, las incoherencias entre lo que se decía fuera y lo que se hacía dentro, el machismo disfrazado de camaradería, los feminismos que son cualquier exabrupto menos feminismo, Galapagar, pablistas, errejonistas, yolandistas, ideologías de género, la deriva sonrojante de Sumar y demás tropiezos.

Por cada campaña mediática de desprestigio, imperó la falta de autocrítica. Por cada ataque externo, hubo el doble de traiciones internas. Santiago Nasar en Crónica de una muerte anunciada.

Quienes estuvimos dentro, aunque fuera de refilón y durante unos pocos otoños, lo presenciamos: actitudes condescendientes y patriarcales, purgas de todas aquellas personas que solo buscaban salvar la integridad del proyecto. Tragamos toneladas de Almax, callamos para no hacer sangrar más la herida y partimos con la misma discreción.

Más divididos

Siempre supimos que más pronto que tarde empezaría a sonar el leve gemido del viento del oeste. Lo que al menos yo jamás preví fue la forma exacta del desplome. Las cosas no van mucho mejor que cuando todo empezó en 2010. De hecho, en cierto modo estamos en un sitio peor. Quiero decir que, aunque se hayan materializado avances impensables con el bipartidismo de siempre, el espíritu de lucha, el alma de la comunidad y la conciencia de cambio han retrocedido.

Nos encontramos más divididos, más desconectados, más aislados. No se ha sabido hacer frente a estos tiempos líquidos de compromisos pasajeros y relaciones frágiles, en los que cada vez cuesta más identificar esa causa común por la que merece la pena mantener la fe.

Donde hubo garganta, puños y pies, como cantaba Vetusta Morla, ahora impera la incertidumbre, el cansancio, la decepción, el egoísmo, "ir tirando". Y sin embargo, quiero pensar que no todo está perdido. La historia enseña que los ciclos de cambio traen nuevas oportunidades, que las derrotas perfilan el camino para futuras victorias, que las ideas siempre serán más grandes que los proyectos fallidos.

Una enseñanza

Además, he tenido la suerte de conocer gente que está creando y aplicando formas de hacer política nuevas, verdaderamente horizontales, cimentadas en el diálogo y la colaboración real, sin la cara del jefe en los carteles del 8M. Espacios relacionales llenitos de innovación social que, en el fondo, se parecen mucho a eso que hacemos cada día al salir a la calle y casi sin darnos cuenta, cuando alternamos en la barra de bar, con la frutera, el vecino del pastor blanco suizo o la cuadrilla.

Escuchar, empatizar, compartir, construir a mejor por pura cotidianeidad, sin solemnidades ni retóricas, sin intermediarios ni jerarquías, dando por descontado que cada uno somos de nuestro padre y nuestra madre, y que eso no es problema.

No sé, quizá la flota política del 15M se haya hundido, pero todavía estamos a tiempo de rescatar una enseñanza: si queremos, si tomamos conciencia, podemos ser el viento en las velas y las manos en el timón del barco que de verdad importa.

La auténtica transformación no ha de alimentarse de siglas ni de líderes pasajeros, sino de una ciudadanía que resista, siga creyendo en las utopías y entienda, ahora más que nunca, que el sistema no se cambia desde dentro sino empujando desde fuera. Yo no me doy por vencida.