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La imagen que ilustra este texto es, quizás, la mejor definición de la Euskadi actual. A las puertas de la Audiencia Nacional puede verse a cuatro miembros de ETA que salen tranquilamente del juicio por el intento de asesinato que perpetraron, así lo han reconocido, contra un matrimonio de periodistas

A pocos metros están sus víctimas. Casi se chocan con ellas. Acaso cruzan sus miradas. Y luego unos y otros siguen a lo suyo sin que a nadie le sorprenda la estampa. 

Ella, Aurora Intxausti, trabajaba en 'El País' y él, Juan Francisco Palomo, en Antena 3. En el año 2000 esos cuatro etarras ahora juzgados colocaron una bomba en una maceta ubicada justo en la puerta del domicilio de la pareja en San Sebastián. 

El plan terrorista era que la bomba explotase al abrir. A los autores no les importó que muy probablemente cuando uno de los informadores abriese la puerta podría llevar consigo al bebé de ambos, de apenas 18 meses.

Por suerte, sólo por suerte, el mecanismo falló. La familia se salvó pero ya nunca su vida pudo ser igual. Sufrieron numerosas amenazas. Su única salida fue marcharse de Euskadi. Como tantas otras personas exiliadas.

El relato de ambos en el juicio, ya recogido en este periódico, produce escalofríos y aviva la rebeldía frente a la desmemoria imperante. Por eso escribo entristecido este artículo, aunque sirva de poco o de nada. 

Intxausti narró que todavía hoy, 24 años después, vive medicada. No lo ha superado. Unos amigos suyos perdieron al bebé que esperaban por el impacto de la noticia. Palomo añadía que "toda nuestra vida cambió" por el atentado. Sus secuelas eran evidentes. 

Cuánta sinrazón se padeció en esta tierra. Cuántas personas tuvieron que irse. Cuántos rostros sin nombre que hoy ya no están aquí para vivir ni para hablar ni para votar. Olvidados por una sociedad que disfruta de su paz sin mirar atrás. 

Intxausti y Palomo fueron noticia este lunes pero mañana nadie los recordará. Y las preguntas se amontonan como en una avalancha imparable y atroz. 

¿Quién les devolverá todo lo perdido? ¿Y al resto de personas que se vieron obligados a huir para no ser asesinadas? ¿Y a tantos y tantos amenazados que decidieron quedarse y vivir con escoltas? 

¿Cómo se mide el sufrimiento derivado del miedo que provocaban tanto los etarras como esos cómplices que pintaban dianas, lanzaban cócteles molotov o llamaban con mensajes cargados de odio a las casas de los amenazados?

¿Qué iniciativas legislativas están en marcha para resarcir a los exiliados? Eso ya se lo respondo: ninguna. 

¿Qué le contarán estos dos periodistas a sus nietos sobre Euskadi? ¿Qué recuerdos les quedan del sitio donde tenían un proyecto de vida frustrado por los terroristas? ¿Cómo serán sus vidas?

¿Y los cuatro bárbaros que a punto estuvieron de matarlos qué pensarán? ¿Dormirán tranquilos o vivirán con culpa y arrepentimiento?

¿Cómo serán sus vidas? ¿Contarán lo que hicieron a sus nietos? ¿Alguien los señalará por la calle por sus actos terribles? Eso también se lo contesto: no. 

Y así vivimos, querida vasca y querido vasco que lees estas líneas, olvidando a los que tanto sufrieron y premiando con nuestro silencio o nuestra empatía o nuestra comprensión a los que hacían sufrir porque dejaron de hacerlo. Es para hacérselo mirar, aunque decirlo no venda.  

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