Cita / PIXABAY

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Opinión

Manifiesto de una romántica contra el capitalismo emocional

Tratamos nuestras relaciones como si fueran pedidos de Amazon: personas disponibles a golpe de clic, con entrega rápida y devolución gratuita

Más información: El callar se va a acabar

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A partir de los 40, encontrar pareja es como buscar piso en el centro. Una odisea exigente, frustrante y a menudo surrealista, con demasiadas grietas escondidas tras la primera capa de pintura.

Tenemos la edad y la experiencia para saber perfectamente lo que no queremos: dramas innecesarios, historias que desgastan, estar porque toca. Pero cuando hay que decidir lo que sí, ahí empieza la tragicomedia de enredos. Un montón de gente, demasiada, se queda dando vueltas en la puerta giratoria de las dudas, los miedos y las expectativas imposibles, sin decidirse a salir o entrar.

Esto me lo contó el otro día una amiga. La amiga soy yo.

Y no. No es que haya tenido mala suerte. Que también. Detrás de muchas historias que jamás llegan a ser hay algo estructural. Algo que va más allá de la dificultad de coincidir en el espacio-tiempo, de que haya física y química, de la torpeza emocional, del temor natural a ilusionarse y que la cosa fracase.

Es una especie de arquitectura invisible que moldea cómo nos acercamos, y alejamos, unos de otros. Un sistema que nos ha entrenado para desconfiar del vínculo justo cuando empieza a importar, para boicotear lo que podría crecer antes de que nos desborde, para salir corriendo con la excusa perfecta en el bolsillo, junto al móvil.

Vivimos tiempos líquidos, que decía Bauman. Nada se fija, nada se asienta, todo se escapa entre los dedos. Las relaciones, también. Nos movemos en un presente constante que dificulta construir desde la raíz. Y a eso hay que sumar la velocidad absurda del día a día. Y el individualismo feroz.

¿Resultado? Nos hemos convertido en compradores compulsivos del afecto, consumidores adictos a la gratificación inmediata. Tratamos nuestras relaciones como si fueran pedidos de Amazon: personas disponibles a golpe de clic, con entrega rápida y devolución gratuita.

Nos hemos convertido en compradores compulsivos del afecto, consumidores adictos a la gratificación inmediata

Swipeamos igual que en un mercadillo, buscando el chollo emocional perfecto. Probamos, comparamos. Y si algo no encaja exactamente como esperábamos, exigimos el reembolso afectivo. Total, siempre habrá otro modelo más nuevo esperando a ser elegido.

Lo peligroso no son las apps como tal. Es haber convertido el amor en otro producto desechable del capitalismo.

Antes compartías una hamburguesa, intercambiabas miradas, te reías de tonterías. Repetías cita. Y luego, con suerte, acababas en la cama. Hoy, el orden se invierte. Casi al principio del todo, sexo. Después, tal vez te enteres de cómo se llaman sus padres, si tiene un propósito en la vida o por qué le huelen los pies. 

Hablar asusta porque las palabras comprometen más que los cuerpos. Decir lo que deseamos, sentimos o esperamos del otro implica desnudarse. Quedarse en pelotas más allá de donde cuelgan. Y eso no es fácil, pues la sinceridad nos hace vulnerables. Implica asumir riesgos. Un follón.

Por eso mucha gente elige la intimidad superficial, comer bocas en vez de corazones, sin terminar de mostrarse del todo. Así, si de pronto asalta el pánico emocional, podrá salir por patas libre de rasguños. Mensaje de despedida y block. O, en el peor de los casos, desaparición sin explicaciones como si se lo hubiera tragado una reunión interminable de Zoom. Eso que ahora llaman ghosting, porque cobardía suena menos guay y demasiado honesto.

Bajo esta supuesta liberación afectiva, lo que realmente late es una soledad estructural profunda. Y una desubicación emocional generalizada.  Personas que sobreviven con la lengua fuera, hacen yoga para evadir preocupaciones y se alimentan de scrolls infinitos y series que ni siquiera ven completas. Personas con el alma en modo avión.

¿Cuándo queda espacio para construir algo real, para enamorarse con calma? ¿Dónde encaja el amor si todo lo que no genera dopamina inmediata parece una pérdida de tiempo?

¿Dónde encaja el amor si todo lo que no genera dopamina inmediata parece una pérdida de tiempo?

Nos queremos libres, independientes, con las ataduras justas. Y a la vez aspiramos a alguien que nos entienda y acompañe con poco sacrificio y menos renuncia. Que entre en nuestra vida como el amigo que viene casa a ver una peli, sin conquistar el mando a distancia ni revolver el cajón de los calcetines. Hoguera, pero sin humo. Vino, pero sin resaca. Qué fantasía.

Y yo, que soy una romántica de vieja escuela, de esas que se emocionan con cartas escritas a mano, lo llevo fatal. Porque si conozco a alguien que de verdad me despeina el flequillo lo quiero todo. Todo. Con obstáculos, incertidumbres, distancia y fines de semana que parecen capítulos mal montados de una sitcom de bajo presupuesto.

Da igual. Me lanzo. Me entrego con banda sonora interna, feliz de que el sistema no haya podido conmigo.

Por supuesto, desde que empecé con las apps, solo me ha pasado una vez. Milagro que me guste alguien de verdad. Y, evidentemente, el final fue lo esperado: antes casi de empezar, el susodicho decidió que no merecía la pena el esfuerzo. Igual yo no le gustaba tanto como decía. O tal vez sí, pero la logística era un lío y, claro, Mercurio aún no había salido de la fase retrógrada.

Solo se intenta si es fácil. Ese es el mantra de esta nueva era. El amor convertido en una variable que se construye según coste-beneficio. Y así seguimos: perdiéndonos lo único que, a veces, de verdad, merece el caos.

Por eso, sucumbir al amor, al amor de verdad, el que implica paciencia y vulnerabilidad, descoloca, transforma y recoloca, da calma y caloret, se ha convertido en ejercicio de auténtica subversión. Y yo soy una rebelde.

El amor convertido en una variable que se construye según coste-beneficio

No sé, seguramente quiero decir que sigo creyendo. Que, pese a vivir en tiempos de vínculos blandurrios y emociones de usar y tirar, mantengo la esperanza. También cuando duele. Incluso si ya sé cómo acabará.

En realidad, lo peor del asunto es que cada vez que cuento esto aparece una amiga, mi madre, la cajera del súper, el técnico de la caldera, quien sea pero con pareja, me mira con ternura y suelta la frasecita: "Cuando dejes de buscar, encontrarás".

Así, tal cual. A bocajarro. Y se queda tan a gusto. Como si me hubiera entregado la llave maestra que desbloquea todas las puertas. Como si hubiera pronunciado la contraseña sagrada del universo emocional. Como si el asunto se resolviera apagando el radar y cruzando los brazos en posición zen. Como si yo no lo hubiera probado ya. Como si no supiera estar sola. O, mejor dicho, soltera.

Porque sí, sé estarlo. Lo he practicado con honores. Continúo haciéndolo. Y no me asusta un futuro con vino y gatos. O perros, que ya tengo uno con quien comparto mimos, paseos y confidencias. 

Así que, por favor, evitemos los juicios disfrazados de consejo o eslogan barato. No todo deseo es carencia. No toda búsqueda, dependencia.

A mí no me vale cualquiera. Quiero a alguien que me encienda sin quemarme. Me dé paz sin dormirme. Me desordene sin romperme. Me guste enterito: su voz, su risa, sus silencios, su piel, su curiosidad, la forma de mirar el mundo, los pájaros de su cabeza. Que me rete sin anularme. Me agite las ideas y las ganas. No huya si un día me pongo intensa. Se quede con la mochila completa.

Y eso, cuando aparece, no es por azar.